sábado, marzo 12, 2005

ALFARISMO, MASONERÍA Y ESTADO REPUBLICANO

Jorge Núñez Sánchez M:. M:.

Toda evaluación histórica de la Revolución Liberal ecuatoriana y de su líder máximo, el general Eloy Alfaro, debe necesariamente analizar el papel que esta gesta tuvo en la consolidación definitiva del Estado nacional.

Pero esto, a su vez, sería un ejercicio estéril si no se enmarcara dentro del proceso general de construcción del Estado republicano desarrollado en América Latina a lo largo del siglo XIX, y en el que la Masonería y los masones tuvieron un rol fundamental, puesto que aportaron a la sociedad un corpus de ideas útiles para su desarrollo social y cultural: independencia nacional, democracia republicana, libertad de pensamiento, libertad de prensa, tolerancia política y religiosa y Estado laico, entre otras.

Es sobre ese mar ese antecedente que debe entenderse la Revolución Alfarista de 1895, por medio de la cual las fuerzas progresistas del Ecuador decimonónico ejecutaron las tareas pendientes de la reforma liberal.

Esa revolución fue también la culminación de la larga lucha de los masones ecuatorianos por consolidar el Estado Republicano.

Y no podía ser de otra manera, puesto que la mayoría de los grandes actores del proceso revolucionario eran masones y compartían el ideario republicano levantado por sus antecesores, que fueron también destacados líderes en la lucha por un Estado laico: Vicente Rocafuerte, Pedro Moncayo, Antonio Elizalde, José María Urbina, Juan Montalvo, Pedro Carbo y Luis Vargas Torres, entre otros.

Una vez iniciada la revolución, fue la jerarquía eclesiástica quien levantó la bandera contrarrevolucionaria.

El obispo Schumacher, de Manabí, organizó a las fuerzas católicas para la guerra civil, mientras el Arzobispo de Quito incitaba a las masas católicas de la Sierra a la "guerra santa".

Por su parte, los obispos de Riobamba y Loja atizaban el fuego del conflicto en sus jurisdicciones.

La entrada de Alfaro en Quito en medio de los aplausos de la multitud, el 4 de septiembre de 1895, no marcó el fin de la guerra civil ecuatoriana sino el inicio de su segunda fase, que habría de durar varios años más, a través de continuos alzamientos armados de los conservadores y el clero, quienes incluso llegaron a retomar Cuenca el 5 de julio de 1896 y a invadir reiteradamente al Ecuador desde Colombia, siendo finalmente vencidos por el ejército radical.

La toma del poder por el radicalismo fue solo el comienzo de un amplio esfuerzo de renovación y modernización de la sociedad ecuatoriana.

En cuanto al programa revolucionario, su mejor definición fue quizá el "Decálogo Liberal" publicado en el periódico "El Pichincha" bajo el seudónimo "Somatén", que planteaba:

1º.- Decreto de manos muertas.
2º.- Supresión de conventos.
3º.- Supresión de monasterios.
4º.- Enseñanza laica y obligatoria.
5º.- Libertad de los Indios.
6º.- Abolición del Concordato.
7º.- Secularización eclesiástica.
8º.- Expulsión del clero extranjero.
9º.- Ejército fuerte y bien remunerado.
10º.- Ferrocarriles al Pacífico."

En síntesis, se trataba de una revolución de carácter laico y con fuerte acento anticlerical, que se proponía separar radicalmente al Estado de la Iglesia, refrenar toda intromisión clerical en la política, nacionalizar y secularizar al clero, nacionalizar los bienes de manos muertas y extirpar del país a las órdenes religiosas, por considerarlas instituciones socialmente parasitarias y económicamente acaparadoras de bienes ajenos.

Paralelamente, con la institución de la "educación pública laica y obligatoria" se buscaba ampliar y democratizar la acción del Estado, limitar la influencia ideológica de la Iglesia y los sectores conservadores, y crear una nueva conciencia ciudadana, proclive al libre pensamiento y a la tolerancia.

Adicionalmente, contando, como contaba, con el decidido respaldo de unos pocos sacerdotes revolucionarios, que actuaban junto al pueblo y contra los mandatos de su jerarquía, la revolución pretendía estimular el desarrollo de una "iglesia nacional y popular", que se levantara como una alternativa frente a la iglesia oligárquica existente, dominada en buena medida por obispos y sacerdotes extranjeros.

Pero el alfarismo no solo tuvo que enfrentar a sus enemigos del bando clerical-conservador, sino también a muchos liberales de la vieja escuela, que actuaban como lastre e impedían el ascenso político de la revolución.

Esas resistencias externas y contradicciones internas explican las limitaciones que tuvo en la práctica la reforma liberal, vista a la luz de sus propias aspiraciones iniciales o de las metas proclamadas por sus sectores más radicales.

Sin embargo, sus medidas de laicización del Estado y la sociedad ecuatorianos abarcaron una cantidad de aspectos y contribuyeron a democratizar la vida social, hasta entonces controlada ideológicamente por la Iglesia.

Esas medidas fueron básicamente las siguientes:

1.- La separación del Estado y la Iglesia.
En la Convención Nacional de 1896-1897, el grupo radical buscó consagrar en la nueva Constitución el principio de la más amplia libertad de cultos, mientras que el bando liberal defendió el reconocimiento de la religión católica como la oficial de la república.

Lo más que consiguieron los radicales fue que entre las garantías constitucionales se hiciera constar ésta: "El Estado respeta las creencias religiosas de los habitantes del Ecuador y hará respetar las manifestaciones de aquellas. Las creencias religiosas no obstan para el ejercicio de los derechos políticos y civiles".

Luego, tras tensas y duras negociaciones con el Vaticano, el gobierno alfarista promulgó la Ley de Patronato, por la que el Estado -siguiendo las huellas de la monarquía española- impuso su soberanía sobre la Iglesia, aunque no rompió del todo el vínculo entre ambas entidades.

Posteriormente, durante el gobierno de Plaza se aprobaron y pusieron en ejecución algunas avanzadas medidas anticlericales, que fijaron definitivamente la separación del Estado y la Iglesia en el Ecuador.

Una de ellas fue la creación, en 1900, del "Registro Civil" de las personas, que vino a sustituir al registro de actos eclesiásticos que la Iglesia había mantenido tradicionalmente en sus parroquias y en el que se anotaban el bautizo, matrimonio y defunción de los fieles.

Otra fue la Ley de Matrimonio Civil, expedida el 3 de octubre de 1902, que puso bajo control del Estado la unión matrimonial de las personas y su separación legal, cuestiones hasta entonces controladas por la Iglesia y colocadas bajo el Derecho Canónico.

Otra fue la Ley de Cultos, expedida el 12 de octubre de 1904; por la que se permitió el ejercicio de todo culto religioso que no fuese contrario a las instituciones o a la moral, se prohibió que las autoridades eclesiásticas ejercieran cargos de elección popular, se prohibió la inmigración y creación de comunidades religiosas, se sometió a conventos y monasterios al control de las Juntas de Sanidad e Higiene, se estableció que solo los ecuatorianos por nacimiento podían ejercer altas prelaturas eclesiásticas o presidir órdenes religiosas y se fijaron disposiciones de control estatal sobre los bienes y rentas eclesiásticos.

Desde luego, todo ello provocó la airada reacción de la jerarquía eclesiástica, que acusó al Estado de haber instituido el "concubinato público", de haber legalizado las herejías y falsas doctrinas religiosas y de pretender aherrojar a la Iglesia bajo la férula de la masonería.

2.- La educación "pública, laica y gratuita".- Como herencia del régimen garciano, todo el sistema educacional público estaba controlado por la Iglesia. Por ello, el Estado liberal se abocó a la creación de un sistema educativo nacional y democrático. La Ley de Instrucción Pública (1897), estableció la enseñanza primaria gratuita, laica y obligatoria, que más tarde fue perfeccionada. Luego se crearon el Instituto Nacional Mejía, de Quito, las escuelas normales de Quito y Guayaquil, para la formación de los nuevos maestros laicos.

Durante la segunda administración del general Alfaro, una nueva Asamblea Constituyente dictó la avanzada Constitución de 1906, en la que se consagró el verdadero espíritu de la revolución liberal: Separación absoluta del Estado y la Iglesia y supresión de la religión oficial. Libertad de enseñanza. Educación pública laica y gratuita, obligatoria en el nivel primario. Absoluta libertad de conciencia y amplias garantías individuales. Prohibición de ser electos legisladores los ministros de cualquier culto. Protección oficial a la raza india y acción tutelar del Estado "para impedir los abusos del concertaje".

Si alguna medida de la reforma liberal afectó profundamente a la Iglesia fue precisamente el establecimiento de la educación pública, laica y gratuita, que tocaba el punto más sensible de la ideología religiosa, cual es el del control de las mentes y los espíritus humanos a través de la educación.

3.- La supresión del diezmo eclesiástico.- Otra radical medida del alfarismo fue la supresión del "diezmo", tributo religioso por el cual todos los productores y producciones de la República estaban obligados a aportar a la Iglesia el diez por ciento de su producto anual o un valor equivalente. Su producto se destinaba al sostenimiento del aparato eclesiástico y al enriquecimiento de la Iglesia Católica, que por este y otros medios acumulaba ingentes riquezas.

Con estos antecedentes, la Asamblea Nacional Constituyente de 1897 decretó la supresión del diezmo, privando de su base de sustentación económica del poder clerical, que con las armas en la mano seguía combatiendo al régimen liberal. Durante el gobierno del general Leonidas Plaza, se ratificó la prohibición del cobro del diezmo y se prohibió adicionalmente el cobro de primicias, derechos mortuorios y otras gabelas religiosas.

4.- La nacionalización de los "bienes de manos muertas".- La idea de la nacionalización de los bienes de manos muertas fue planteada ya por los liberales españoles del siglo XVIII y discutida a fondo en las Cortes Constitucionales de Cádiz, en 1812. En esencia, se consideraba que eran bienes obtenidos ilegítimamente por la Iglesia, mediante coacción moral a enfermos o moribundos, y que adicionalmente no entraban al mercado de bienes raíces.

Sobre esos argumentos del liberalismo europeo, los liberales hispanoamericanos los nacionalizaron en varios países, siendo el primero de ellos el mariscal Sucre, en su calidad de Presidente de Bolivia. Los alfaristas hicieron lo propio en 1908, asignando esos bienes fueron a la recién creada Beneficencia Pública, para el sostenimiento de casas de protección de menores, hospitales y asilos de ancianos.

5.- La apertura de la educación superior a las mujeres, que comenzó el mismo mes de junio de 1895, con el Decreto Supremo Nº 5, por el que Alfaro autorizó la matriculación de la señorita Aurelia Palmieri en la Escuela de Medicina de la Universidad de Guayaquil. A esa inicial medida siguieron otras que buscaron terminar con la odiosa discriminación educativa que sufrían las mujeres ecuatorianas, llegando a culminar ese esfuerzo con la creación de los normales femeninos destinados a la formación de maestras laicas, el primero de los cuales fue el normal "Manuela Cañizares" de Quito. Complementariamente, la revolución creó espacios laborales para las mujeres en ámbitos tales como la educación pública, el sistema estatal de telecomunicaciones, las oficinas del sistema ferroviario y la empresa nacional de correos.

Todo ello contribuyó a la inicial liberación femenina, fracturando el cerrado sistema de dominación ideológica creado por la Iglesia para la sujeción social de las mujeres.


ALFARO Y LA MASONERIA REVOLUCIONARIA

Si vemos a la revolución del 95 en perspectiva continental, nos hallaremos con que ésta formó parte de un esfuerzo coordinado de varios líderes liberales latinoamericanos, todos ellos unidos por la fraternidad masónica, para transformar sus países y establecer en ellos regímenes laicos, democráticos y cabalmente republicanos. Y quizá la mayor expresión de ese esfuerzo común fue el intento de crear una "Internacional revolucionaria", que tuvo sus mayores gestores en los ecuatorianos Marcos y Eloy Alfaro y el nicaragüense José Santos Zelaya.

Ese esfuerzo se concretó finalmente en el famoso "Pacto de Amapala", suscrito en 1894 por los presidentes Zelaya, de Nicaragua, Bonilla, de Honduras, y Gutiérrez, de El Salvador, junto el ecuatoriano Eloy Alfaro, los colombianos Rafael Uribe Uribe y Juan de Dios Uribe, y el venezolano Joaquín Crespo, pacto al que luego se unieron el peruano Nicolás de Piérola, el panameño Belisario Porras y los cubanos José Martí y Antonio Maceo.

Por ese pacto, liberales revolucionarios de varias nacionalidades se comprometieron a prestarse ayuda mutua en los campos militar, político y financiero, con miras a conquistar un abanico de objetivos que incluían: la independencia de Cuba y Puerto Rico, la aplicación de la reforma liberal en los países centroamericanos y andinos, y la reconstitución de la Gran Colombia, como punto de partida para un nuevo proyecto de unidad latinoamericana.

Una simple revisión de la cronología política de esos años muestra la seriedad con que los firmantes tomaron su compromiso y el modo coordinado con que ejecutaron sus acciones. Crespo tomó el poder en Venezuela en 1892, entrando en Caracas de modo triunfal, el 6 de octubre de ese año. Zelaya tomó el poder en Nicaragua en julio de 1893, derrocando al conservador Roberto Sacasa. Bonilla depuso del poder al conservador Domingo Vásquez en Honduras y asumió el mando en 1893.

Piérola logró coordinar a las montoneras peruanas desde 1893 y alcanzó el gobierno tras una guerra civil de dos años, en la que sus montoneros derrotaron al ejército regular. Los liberales colombianos se alzaron en armas en enero de 1895 contra el gobierno conservador, que les había cerrado las puertas de las participación electoral, y capitularon tras una breve campaña se sesenta días. Por su parte, los liberales cubanos se lanzaron en febrero de 1895 a una nueva campaña por la independencia de su país. Alfaro, llamado por el pueblo ecuatoriano, asumió la Jefatura Suprema del país en junio de 1895 y entró triunfalmente en Quito el 4 de septiembre de ese mismo año, tras derrotar a las fuerzas conservadoras en una breve pero durísima guerra civil. Y los liberales colombianos tomaron nuevamente las armas en octubre de 1899 e iniciaron la llamada "Guerra de los Mil Días", ganada finalmente por los conservadores.

A más de la coordinación de sus cronogramas de acción, la fraternidad masónica que unía a todos estos revolucionarios liberales se expresó también en formas directas de colaboración político-militar, en las que Eloy Alfaro destacó notoriamente, tanto a través de sus iniciativas políticas como de sus giras continentales. En efecto, cabe precisar que el "Pacto de Amapala" tuvo como antecedentes las conversaciones mantenidas en Lima por Alfaro con el líder peruano Nicolás de Piérola (1887) y con el caudillo venezolano Joaquín Crespo (1889), donde se trató la idea de formar en el futuro una Confederaciòn de Estados Sudamericanos, que contrapesara la influencia continental de los Estados Unidos, y donde también se fijaron algunas líneas maestras para la consecución de ese objetivo, comenzando por la formación de una alianza revolucionaria latinoamericana.

Luego, tras el triunfo de Crespo en Venezuela, Alfaro realizaría su primera gira política continental, que lo llevó primero a Valparaíso y Santiago de Chile, donde coordinó acciones con sus hermanos y coidearios del Partido Radical; luego a Buenos Aires, donde hizo lo propio con Mitre y los radicales argentinos; posteriormente a Montevideo, más tarde a Río de Janeiro y finalmente a Caracas, a donde llegó en busca de reajustar con el gobernante venezolano sus planes políticos comunes. Hecho esto y contando con el apoyo financiero de Crespo, Alfaro emprendería de inmediato su segunda gira de agitador revolucionario, que lo llevaría de Venezuela a Estados Unidos, luego a México -donde el dictador Porfirio Díaz todavía se reclamaba liberal- y finalmente a Nicaragua, país en el que fue acogido fraternalmente por el presidente José Santos Zelaya y donde el ecuatoriano conoció y estimuló políticamente a un joven y brillante masón nicaraguense llamado Rubén Darío.

Esa exitosa gira de coordinación fue seguida de otra trascendental acción política alfarista, que fue la mediación que el caudillo ecuatoriano hizo entre Guatemala, Honduras y El Salvador, para evitar el conflicto armado que se cernía sobre esos países. En la culminación de su esfuerzo, Alfaro promovió la celebración de un Congreso Centroamericano de Plenipotenciarios, que se reunió en 1890, en Acajutla (El Salvador) y donde fueron aprobadas las bases de un acuerdo de paz, aunque fracasó el proyecto de reconstituir la República Centroamericana. Resulta obvio que esa influencia política de Alfaro estaba determinada tanto por su capacidad personal como por su condición masónica, que, en este caso, traía aparejado el hecho de que Alfaro se había iniciado masón en una logia de Costa Rica y guardaba muy estrecha fraternidad con dirigentes políticos de ese país y toda América Central.

Tras ello, inmediatamente retomó su acción de agitador revolucionario, viajando a Estados Unidos, Costa Rica y Panamá. En Nueva York tomó contactos con cubanos emigrados y proveedores de armas y luego se dirigió a San José de Costa Rica, para coordinar acciones con el gobierno liberal tico que presidía José Joaquín Rodríguez. En esta ciudad efectuó tratativas fraternales con los revolucionarios cubanos José Martí y Antonio Maceo, masones como él. Posteriormente pasó a Panamá, para concretar planes político-militares con los liberales panameños que lideraba Belisario Porras.

La acción de esa internacional revolucionaria no se redujo a conversaciones y planes políticos. Pasando de las palabras a los hechos, el presidente venezolano Joaquín Crespo entregó fondos para promover las acciones revolucionarias. Lo propio lo hizo el gobernante nicaragüense José Santos Zelaya, quien entregó para la causa recursos financieros, armas y un barco, el "Momotombo", que quedó en manos de Alfaro. Hubo también otras contribuciones para la causa común, de las que se conoce poco o casi nada, en razón del secreto con que se manejaron. Y no faltaron contribuciones específicas para tal o cual proceso nacional, tales como el aporte personal de mil pesos que Antonio Maceo hizo a Alfaro para la revolución liberal ecuatoriana.

Los participantes del "Pacto de Amapala" habían acordado previamente que esos recursos serían usados en el país donde más próximo estuviera un estallido revolucionario. Y como el estallido se dio primero en Colombia, el barco, las armas y los recursos acopiados fueron canalizados hacia ese país, donde los liberales se habían lanzado a una guerra revolucionaria con más voluntad que recursos y sin contar con el armamento indispensable para una larga campaña, al punto que no pudieron proveer de armas de fuego a grandes contingentes de voluntarios que se enrolaron para la lucha.

Para entonces, las fuerzas conservadoras del área coordinaban también sus acciones contrarrevolucionarias, en especial los gobiernos de Bogotá y Quito, que mantenían una estrecha colaboración mutua; estos gobiernos también cruzaban información con el gobierno español, cuyos agentes vigilaban estrechamente a los revolucionarios cubanos y a sus colaboradores en los diversos países. Fue así que Eloy Alfaro, identificado ya como el jefe de esa internacional revolucionaria, fue expulsado de la provincia de Panamá por el gobierno colombiano de Rafael Núñez, a petición del gobierno ecuatoriano de Antonio Flores Jijón.

Nuestro personaje pasó entonces a Costa Rica y desde ahí emprendió una nueva gira política que lo llevó a Nueva York, a San Francisco de California, a México, a El Salvador y finalmente a Nicaragua. Aquí lo esperaba un honroso decreto de la Asamblea Nacional nicaragüense, por el cual "en atención a sus altos merecimientos personales" y a "los grandes servicios prestados por él a la causa de la democracia en América Latina" se le otorgaba el grado de "General de División del Ejército de la República". Ese decreto tenía fecha del 12 de enero de 1895. Cinco meses después, Alfaro recibía desde Guayaquil el aviso de que había sido proclamado Jefe Supremo de la República del Ecuador, por lo que regresó de inmediato a su país.

Una vez en el poder, Alfaro se empeñó en cumplir con las obligaciones que le imponía el "Pacto de Amapala", particularmente respecto de la guerra cubana de independencia y la revolución liberal colombiana ("Guerra de los Mil Días"). En cuanto al primer caso, es conocido su frustrado intento de enviar tropas ecuatorianas a pelear por la independencia de Cuba, así como sus gestiones políticas ante el gobierno español. También es conocido su apoyo a la lucha de los liberales colombianos, que en buena medida era una continuación de los apoyos mutuos que en el pasado se habían brindado los liberales de Ecuador y Colombia.

El apoyo de Alfaro a la revolución colombiana no sólo se justificó en los ideales comunes y la fraternidad masónica, sino también en la activa colaboración que el gobierno conservador de Colombia, presidido por Miguel Antonio Caro, brindó a los derrotados conservadores ecuatorianos, amparándolos en territorio colombiano, brindándoles apoyo económico y financiero, y entregándoles una franja fronteriza, para que desde ahí incursionaran frecuentemente contra el Ecuador. Alfaro, por su parte, dio protección territorial y entregó apoyo económico, armas y equipos a los revolucionarios colombianos, con miras a que estos lograran abrir un corredor en el frente sur para abastecer por ahí a sus tropas del Cauca. Cabe precisar que igual cosa hicieron entonces los gobiernos liberales venezolanos de Joaquín Crespo y Cipriano Castro, quienes proveyeron de armas, recursos y apoyo logístico a los liberales colombianos del departamento de Santander. Y tampoco faltó el sostenido apoyo del gobierno nicaragüense de Zelaya, que ayudó, conjuntamente con el gobierno ecuatoriano de Alfaro, a la fuerza liberal colombiana de Belisario Porras que incursionó en Panamá desde Centroamérica, con ánimo de abrir un nuevo frente de guerra contra el gobierno de Bogotá.

Por desgracia, los liberales colombianos no lograron vencer a las fuerzas de contención que los conservadores habían colocado en la frontera sur, con lo cual perdieron la posibilidad de beneficiarse en mayor medida del apoyo alfarista. Y tras ello se instaló en el Ecuador el gobierno de Leonidas Plaza Gutiérrez, que continuó la reforma liberal en el interior pero negó todo apoyo a la revolución colombiana, obteniendo a cambio que el gobierno colombiano refrenara al obispo de Pasto y su "guerra santa" contra el alfarismo y retirara el apoyo militar a los conservadores ecuatorianos emigrados; años más tarde, por el Tratado Peralta-Uribe (1910) Colombia se comprometió a la internación de los frailes capuchinos refugiados en Pasto, que seguían en actitud agresiva.[1]

En general, los liberales colombianos sufrieron sucesivos reveses estratégicos: perdieron tempranamente el control del río Magdalena, perdieron más tarde el control del litoral Pacífico y finalmente no pudieron mantener el corredor de tránsito con Venezuela, con lo cual sus fuerzas quedaron aisladas, no pudieron recibir armas ni pertrechos del exterior y fueron finalmente derrotadas por los ejércitos del gobierno conservador. Ello frustró definitivamente los planes alfaristas de unión grancolombiana y confederación sudamericana, y constituyó un fuerte golpe para esa internacional liberal, que también fue duramente golpeada por la muerte de Martí, la intervención norteamericana en Cuba y la frustración de la independencia antillana.

Más tarde, esa confederación revolucionaria fue definitivamente desmantelada por nuevos sucesos de orden local, tales como la derrota y fracaso de los radicales ecuatorianos en la guerra civil de 1912, el agotamiento del "pierolismo" y el ascenso de los civilistas peruanos (1904) y las nuevas crisis políticas que estallaron en América Central.

Sin embargo, el golpe de muerte se lo propinó la emergencia del imperialismo, cuyas tenazas se apretaron contra toda resistencia nacional o proyecto autonómico surgido por esos años en América Latina, como lo prueban la agresión militar anglo-ítalo-alemana a la Venezuela de Cipriano Castro, en 1902, exigiendo el pago de la deuda externa, o la artificial secesión de Panamá, ejecutada por los EE. UU. para construir el canal interoceánico, o las sucesivas agresiones norteamericanas a los países del área del Caribe y especialmente a Nicaragua, invadida reiteradamente por la marinería yanqui.

[1] Ver al respecto: Jorge Villacrés Moscoso, "Historia diplomática de la República del Ecuador": Edcs. de la Universidad de Guayaquil, t. III, pp. 275-6.

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