¿Es la masonería una continuación de los misterios antiguos o una institución moderna?
¿O es acaso una y otra cosa?
Nada existe escrito en los archivos de la sociedad sobre esto; todo es tradicional: ¿cómo podremos entonces separar lo que es antiguo, de lo que es o puede ser moderno?
No es nuestro objeto tratar de hacer esta operación, y dejándola a la sagacidad del lector, nos limitaremos a exponer nuestras ideas, sin pretender imponer nuestro modo de sentir como regla de conducta.
Puede ser, no obstante, que abramos a muchos una nueva vía que recorrer si fuésemos tan felices que nuestro deseo se comprenda como el destello de una nueva luz.
Mucho se ha escrito sobre masonería, sin que nuestra curiosidad haya quedado completamente satisfecha.
Los escritores, profanos en ella, la han tratado con gran menosprecio, porque no conocían la materia de que trataban.
Los escritores masones, y los oradores de Logia, lo han hecho con entusiasmo, y a veces impulsados por prevenciones que los han arrastrado a faltar a la verdad o a traspasar el objeto que se proponía.
Ni unos ni otros nos han enseñado lo que deseábamos saber; porque, o no han podido penetrar el secreto de la Institución, o no lo han querido, y han guardado silencio sobre su historia, probándonos, una vez más, que todo parece mudo en el Arte Real.
Extraordinario es el deseo que nos anima de contar con hechos positivos sobre la historia de una sociedad tan esparcida por todos los pueblos del orbe, y más cuando se sabe que ha contado en su seno hombres ilustres de todas las edades, viéndose aun brillar en ella a muchos justamente considerados por su saber y sus virtudes.
¿Cómo es, pues, que sabios de todas las naciones hayan podido ser y sean partícipes de los misterios de la masonería sin haberse informado de su origen? ¿Y cómo es que si ellos le han penetrado, han guardado el más profundo silencio, sin dejar huella alguna en las obras que nos han legado? ¿Sería que, como iniciados en los antiguos misterios, la religión del juramento les haya enmudecido?
Bien que el juramento no haya sido un obstáculo en sus investigaciones sobre la historia de la Institución, parece que su silencio ha provenido de faltarles los documentos necesarios para entregarse a este trabajo.
Privados también nosotros de aquellos materiales, ¿nos atreveremos a presentar al lector nuestras conjeturas sobre el origen de tan noble Institución?
No es por cierto sino con una gran desconfianza de nosotros mismos que trataremos de levantar un extremo del espeso velo que la cubre; sirviéndonos de excusa esta misma desconfianza, no menos que el entregarnos con la conciencia de un corazón sencillo al descubrimiento de la verdad.
Como quiera que se hayan suscitado dudas por algunos escritores sobre la antigüedad de la masonería, no por eso dejaremos nosotros de creer firmemente que trae su origen de los misterios egipcios.
Los tres grados conocidos con el nombre de masonería azul, vienen en apoyo de nuestra opinión, pues unas mismas son las pruebas, el aprendizaje y los resultados, a diferencia, sin embargo, de los medios que tenían a su disposición los padres iniciadores de la antigüedad, del tiempo que empleaban en la preparación del neófito, y del que les era necesario para el estudio de las ciencias, de todo lo cual se limita la iniciación moderna a dar la nomenclatura.
Se puede juzgar de los obstáculos que era necesario vencer en las iniciaciones antiguas por el magnífico cuadro que nos ofrece el sexto libro de la Eneida, en que Virgilio conduce su héroe a los infiernos, cuadro que ha sido considerado aun en tiempo de Augusto como el trazado de las pruebas de la iniciación antigua.
Se encuentran en el Asno de Oro, de Apuleyo, detalles notables sobre la naturaleza de estas pruebas. Se hallan, en fin, en los viajes de Sethos y en los de Pitágoras, trabajos curiosos, llenos de erudición y de descubrimientos, sobre las costumbres antiguas, donde se encuentran noticias que parecen bastante exactas referentes a los trabajos a que debían someterse los que aspiraban a la iniciación.
Eran éstos tan numerosos y las pruebas tan terribles que, se dice, Orfeo no pudo resistirlas y sólo le fueron dispensadas en obsequio de los melodiosos acordes de su lira.
Los masones que quieran comparar e instruirse sobre asunto tan importante, deben tomarse el trabajo de leer las obras que acabamos de indicarles, pues de otro modo no podrán convencerse que las pruebas modernas sólo son una benigna y breve representación de las antiguas, las que han sido necesario modificar, atendidos al estado actual de nuestros conocimientos y las relaciones de los individuos con la sociedad.
Los padres iniciadores participaban, en la época a que aludimos, del poder gubernamental, y la sociedad civil no tenía derecho a pedirles cuenta de los individuos que entraban en el interior de los templos, tal vez para no volver a salir jamás. Estos templos ocupaban una vasta extensión de terreno, cerrado absolutamente a los profanos.
Con ayuda de la física, que les era familiar, sorprendían al neófito ya preparado por el terror y los peligros a que le exponían, y si no están hoy en práctica los mismos medios, conservamos fielmente su recuerdo... ¿Cómo es que los misterios han llegado hasta nosotros? ¿En qué época los iniciados han tomado el nombre de masones?
Este punto nos parece difícil de resolver, si bien esta incertidumbre no destruye lo que hemos dicho acerca de ser los antiguos misterios y la masonería la misma cosa, siendo tal nuestro convencimiento con respecto a esto, que no sabemos cómo se pueda aún dudar.
Convendremos con algunos que, a excepción de la masonería azul, que comprende los tres primeros grados, los que siguen son de creación relativamente moderna, aunque hacen referencia a tiempos algo distantes.
Una gran parte de ellos corresponde al tiempo de los Templarios; otra, parece anexa a los filósofos herméticos, cuando éstos se ocupaban del descubrimiento de la piedra filosofal, locura a la cual debemos la existencia de la química, una de las ciencias más bellas y útiles al presente. Otra parte, en fin, parecer ser debida a un resto de judaísmo, conservado por los iniciados del Oriente a quienes consideramos como verdaderos autores de los misterios actuales.
Se preguntará: ¿por qué la masonería azul ha tomado el fondo de su sistema de la Biblia y empleado el lenguaje hebraico para sus palabras misteriosas? Creemos, no obstante, poder dar a este respecto una contestación satisfactoria.
Parece que se está de acuerdo sobre la opinión de que los misterios, o más bien la masonería, fueron traídos a Europa por los Cruzados, y fue tal vez, en esta época, en que tomó su nuevo nombre.
No sería cosa sorprendente que los que se preparaban para conquistar la tierra santa, y plantar en ella el estandarte de la Cruz, hayan encontrado los misterios conservados en esta parte del Asia por el corto número de cristianos que allí se contaban, aceptándolos como vínculos que les uniesen más estrechamente a hombres que podían y debían serles muy útiles, no siendo extraño que los nuevos iniciados hubiesen adoptado, con el lenguaje de los primeros, el proyecto de reconstruir el templo de Jerusalén, reconstrucción que es siempre el objeto de los votos del pueblo judío, si bien en adelante se conociesen por el dictado de masones libres, por oposición al oficio vulgar de albañiles, que era ejercido por esclavos o siervos, siendo la condición de hombre libre requisito necesario para ser admitido en la iniciación. Nada parece más natural.
Sentado este precedente, nos parece fácil concebir cómo la masonería ha sacado de la Biblia los medios y títulos de su organización, o más bien de su reorganización.
Se sabe que los primeros cristianos eran judíos reformados, y que antes que la nueva religión hubiese tomado una forma exterior, seguían aún la Ley de Moisés.
Los iniciados que habían hecho la revolución fueron bien pronto sobrepujados por otros sectarios más ardientes, según parece; no adoptaron todas las innovaciones, siendo una prueba los cismas de que está llena la historia de la religión.
Los iniciados permanecieron cristianos judíos; la Biblia fue siempre su libro sagrado, su ley fundamental, y sus fórmulas permanecieron hebraicas.
Que los misterios hayan experimentado algunos cambios cuando los europeos se iniciaron en gran número para formar una sociedad aparte, bien puede ser; pero sin separarse absolutamente de los hebreos, que les habían enseñado estos misterios, tomaron de su historia y de sus libros canónicos las palabras y emblemas de la masonería: medio cierto de entenderse y de enlazar los misterios antiguos a los modernos.
Tal parece que ha sido el destino de la religión judaica, origen o principio de todas las instituciones del catolicismo.
Pero después de mucho tiempo, los misterios egipcios han debido, sin duda, haber sido adaptados a las creencias y cultos de los hebreos: la masonería, que remontamos a la época de las cruzadas, pudiera muy bien datar de tiempos mucho más lejanos; y en este caso, la cuestión se encontraría resuelta, pues los hebreos no debían buscar sino en sus libros los emblemas con los cuales querían familiarizar a los iniciados, y a los que, después, han añadido grados de iniciación, viéndose obligados a tener a ésta por tema o norte de sus agregaciones, siendo consiguiente que unos y otros procediesen de la misma fuente u origen.
Los Caballeros Hospitalarios de San Juan de Jerusalén, conocidos con el nombre de Templarios, o sus sucesores los masones, parecen ser, como hemos dicho, los autores de la mayor parte de estas adiciones.
Creeríamos que habían sido inventadas por aquellos caballeros en los tiempos de su esplendor, para aislarse de la multitud de iniciados, si no advirtiéramos que los nuevos grados de iniciación tenían casi todos por objeto la restitución de la Orden después de su caída. No dudamos, como se deja ver, que los Templarios fueran iniciados desde el momento mismo de su institución; que es a ellos a quienes la Europa es deudora de la masonería, siendo sus prácticas secretas las que sirvieron de pretexto para la acusación de irreligión y ateísmo, y el fin trágico que tuvieron: todo afirma esta opinión.
Las desgracias de estos caballeros, y las persecuciones que experimentaron, a las cuales sucumbieron, les forzaron a buscar como último refugio los misterios a cuyo establecimiento tanto habían contribuido, en los cuales no dejaron de encontrar algún consuelo y los recursos más necesarios.
La situación en que se encontraban no era común a los otros iniciados y trataron de mezclarse con ellos, sin separarse, no obstante, de la gran familia de masones; formaron los grados que vemos añadidos a los tres primeros, y no los comunicaron sino a aquellos adeptos cuya decisión por la Orden les era reconocida.
Los Templarios han desaparecido del orden civil: pero han dejado por sucesores a los masones, y sus instituciones han sobrevivido a su desgracia. Tal parece ser la historia y la marcha de la masonería.
Pero nosotros preguntamos cada día: ¿qué es la masonería? ¿Qué son esos misterios de que tanto se habla a los iniciados y que jamás se les revelan? Esta pregunta, que a menudo se nos hace aún por masones, merece ser considerada, y vamos a contestar a ella.
No podemos evitar cierta sorpresa siempre que un iniciado nos interroga sobre esto, y juzgamos desde luego, o que no se ha tomado el trabajo de meditar, o sólo se ha ocupado de la exterioridad de las formas de aquella Institución.
Convendremos, si así se quiere, que la masonería, que diremos a esto que nada importa este cambio, pues si pudiera reputarse como falta, no es de la Institución, sino de los hombres y circunstancias, que no son ni pueden ser las mismas en todos tiempos.
Hemos visto que la masonería y los antiguos misterios, tienen entre sí tal punto de contacto, que se puede, sin aventurar nada absolutamente, considerar la una como la sucesión de los otros.
Porque, ¿qué eran los antiguos misterios? ¿Qué se enseñaba en ellos a los iniciados? ¿Qué cosas se les revelaban? Si consultamos las obras que se ocupan de los misterios, nos persuadiremos que su secreto era la doctrina de los sabios y filósofos de la antigüedad, que abandonando al pueblo ignorante y su estúpida idolatría, que tan bella les parecía, se reunían para adorar a un sólo Dios, creador y conservador de todas las cosas, a un Dios clemente y remunerador, a un Dios Eterno, digno de los homenajes de todos los hombres.
La iniciación estaba dividida en muchos grados o épocas, porque se quería instruir al iniciado sucesivamente y con precaución para no chocar abiertamente con las preocupaciones de su primera educación: era necesario que estuviese ya fuera de la edad de las pasiones, persuadiéndosele, a la vez que se le instruía sin pretender imponérsele la creencia por la autoridad, enseñándosele las ciencias humanas, encerradas únicamente en el santuario de los Templos, antes de mostrársele la verdad.
Después de estudios, que duraban lo menos tres años, y algunas veces más tiempo, se conducía al Neófito al interior, o sea a la parte más secreta del Templo, en donde se le revelaba el verdadero objeto de la iniciación.
Los iniciados miraban con desprecio la idolatría, que consideraban como un absurdo; y si entraban de nuevo en el mundo profano, respetando y sometiéndose a los cultos establecidos, no lo hacían sino por deferencia a opiniones que era peligroso combatir directamente.
Además, a medida que la iniciación se ha extendido, y que la filosofía y las artes han ilustrado a los pueblos, el culto de los ídolos ha perdido su crédito, y ha concluido por ser abandonado del todo. Tal era el objeto de los grandes misterios.
De la iniciación han salido todos los filósofos que han ilustrado la antigüedad, y a la extensión sola de los misterios se debe el cambio que hemos observado en la religión de los pueblos.
Cuando los misterios han llegado a ser vulgares, esta gran revolución se ha consumado. Moisés, educado en Egipto, en la corte de un Faraón, y sin duda iniciado en los misterios egipcios, fue el primero que estableció el culto público del Dios de los iniciados, del verdadero Dios.
Su decálogo era la ley que regía a los iniciados, y su física fue tomada de los Templos de Menfis, si bien la Ley de Moisés no fue entonces sino un ensayo imperfecto de la aplicación de los principios de la iniciación, porque no eran aún llegados los tiempos en que estos principios serían la religión universal conocida con el nombre de catolicismo.
No es nuestro propósito examinar las causas que se han opuesto a que la religión hebraica no haya hecho mayor número de prosélitos, ni los obstáculos que han limitado su extensión a la casa de Israel, si bien con el transcurso del tiempo vemos salir de su seno una religión nueva nacida del secreto mismo de las iniciaciones, más pura que la primera y que no convida a una sola familia, ni a una sola nación a sus misterios, sino a todos los pueblos de la tierra.
La iniciación antigua era, pues, la verdadera religión, la que después ha sido llamada justamente católica, porque debe ser la de todos los pueblos ilustrados del Universo: la religión enseñada por Moisés, predicada por San Juan y sellada con la sangre de Jesús.
Sí, la religión cristiana ha salido de los misterios de la iniciación, según se observaba en su primitiva simplicidad, siendo esta misma religión la que se ha conservado íntegra en los templos de la masonería.
Podríamos atestar igualmente, que hasta las formas del culto y aun la jerarquía eclesiástica, en la religión católica, han sido tomadas de los usos y rituales de los iniciados, predecesores de los masones, si los límites que nos hemos propuesto en este ensayo nos lo permitieran.
El Evangelio, esta obra de la más dulce y pura moral, este libro verdaderamente divino, era el código de los iniciados, y lo es aún de la masonería.
Si como creemos, hemos demostrado que la masonería es una sucesión de los misterios antiguos, o que los misterios son la verdadera religión de Jesús, es consiguiente que la masonería es esa misma religión que constantemente ha combatido el materialismo de la idolatría; pero que con la misma constancia ha rehusado admitir los dogmas místicos que la superstición, o bien el celo entusiasta de algunas almas ardientes, han tratado de introducir en el árbol evangélico.
Puede ser que se nos diga, que si es verdad lo que exponemos, los misterios no tienen hoy un objeto razonable, desde el momento en que se ha establecido el culto público y la creencia de los iniciados, y que el secreto de nuestras reuniones desde luego es inútil y sin objeto.
Comprendemos toda la fuerza de esta observación; pero ¿quién ignora que la religión católica ha luchado por más de tres siglos contra el paganismo, que era el culto dominante, y contra las persecuciones sin número que ésta última, su enemiga natural, le ha suscitado? ¿Dudaría alguno que el secreto le ha sido largo tiempo necesario antes de ser siquiera tolerada, es decir, hasta el momento en que Constantino la colocó sobre el trono?
Además, después del triunfo de la religión católica, que ha sido también la época de los más grandes cismas y disputas teológicas, ¿no hemos visto a los hombres sabios y apacibles que querían conservar pura la ciencia divina, apartarse de los debates y encerrarse de nuevo en el secreto de las iniciaciones, a fin de transmitirla luego en toda su integridad? Nos parece que así podremos dar razón de la perpetuidad de las reuniones secretas de los iniciados, y explicar la transmisión de sus misterios hasta nosotros: causa de las persecuciones suscitadas contra los masones por los ministros de una religión que hubiera debido considerarlos como sus más firmes y sólidos apoyos.
De cualquier modo que se considere la sucesión de los misterios hasta nosotros, parece evidente, por los emblemas que decoran las logias de los masones de todos los ritos, que a su introducción en Europa, bajo el nombre de Masonería, reconocía ya un objeto religioso, no obstante ser también otro su intento, tal es el de la hospitalidad hacia los soldados cristianos, viudas y huérfanos de guerreros muertos por la religión en los campos de Asia; debiéndose no echar en olvido, que tan laudable propósito no podía menos de favorecer el crédito que desde su origen obtuvo tan filantrópica Institución.
La Europa, conmovida al ver perecer tan gran número de sus más ilustres hijos en un país sumamente funesto para sus armas, pone término a las calamidades que habían acompañado una guerra distante y desastrosa; pero el amor a sus semejantes no cesó de animar a los iniciados masones; los lazos que les unían subsistieron intactos, y las desgracias ordinarias de la vida no dejaron de ofrecer a sus virtudes los medios de ejercerlas. Una ocasión terrible se presentó desde luego.
Los Caballeros del Templo, que los masones miraban como a sus institutores, murieron casi todos en una catástrofe espantosa, y los pocos que escaparon de los cadalsos, se refugiaron entre los masones, que les recibieron afectuosamente y les sostuvieron y protegieron con todo su poder.
Pocos amigos de disputas teológicas, los masones se obligaron solemnemente a no ocuparse jamás de opiniones religiosas. Olvidáronse hasta cierto punto de que su Institución era el depósito de la verdadera religión católica, y se limitaron a predicar, en el interior de sus Templos, la moral del Evangelio, a recomendar la sumisión a las leyes civiles, el ejercicio de todas las virtudes sociales, y encarecieron la hospitalidad y la beneficencia.
No se sigue de esto que todos los masones sean virtuosos, pero la sociedad masónica, lo es por esencia y no podría subsistir sino basada en estos principios. ¡Cuántos actos particulares de generosidad no pudiéramos citar para probar que la masonería es un verdadero bien a la sociedad! ¡Cuántos establecimientos de beneficencia, fundados y sostenidos por logias, no nos hacen acreedores al agradecimiento público!
Relación es esta que podría disgustar a los masones, cuya primer máxima es la de ocultar cuidadosamente la mano que dispensa el beneficio.
Queda sentado que la masonería es una Institución religiosa y filantrópica. En el primer concepto, la sabiduría de sus principios, y pureza y dulzura de su moral, tan conforme con la del Evangelio, deben necesariamente hacerla objeto de un profundo respeto.
Con respecto al segundo, que la hace tan recomendable, es una Institución acreedora a los mayores sacrificios. No ha sido sino por un rasgo de prudencia, de parte de los masones, por lo que el lado religioso de la Institución ha sido abandonado a la sagacidad de los iniciados y que tampoco se les descifren los misterios ocultos a los ojos superficiales por los signos emblemáticos de la masonería, en tanto que todos los discursos y ejemplos, emanados de ella, están concebidos de manera a recomendar el amor a sus semejantes como virtud del masón. Tal es el verdadero objeto de esta Institución tan injustamente menospreciada por aquellos que no la conocen. Los iniciados saben que nada hemos dicho que no esté de acuerdo con los principios que profesamos, y si nuestra buena fe no puede persuadir a los profanos, esperamos de su imparcialidad que ni condenarán a nuestros hermanos sin oírles, ni menos podrán negar que si es la masonería tal como queda representada, merece el aprecio de todos los hombres honrados.
¿O es acaso una y otra cosa?
Nada existe escrito en los archivos de la sociedad sobre esto; todo es tradicional: ¿cómo podremos entonces separar lo que es antiguo, de lo que es o puede ser moderno?
No es nuestro objeto tratar de hacer esta operación, y dejándola a la sagacidad del lector, nos limitaremos a exponer nuestras ideas, sin pretender imponer nuestro modo de sentir como regla de conducta.
Puede ser, no obstante, que abramos a muchos una nueva vía que recorrer si fuésemos tan felices que nuestro deseo se comprenda como el destello de una nueva luz.
Mucho se ha escrito sobre masonería, sin que nuestra curiosidad haya quedado completamente satisfecha.
Los escritores, profanos en ella, la han tratado con gran menosprecio, porque no conocían la materia de que trataban.
Los escritores masones, y los oradores de Logia, lo han hecho con entusiasmo, y a veces impulsados por prevenciones que los han arrastrado a faltar a la verdad o a traspasar el objeto que se proponía.
Ni unos ni otros nos han enseñado lo que deseábamos saber; porque, o no han podido penetrar el secreto de la Institución, o no lo han querido, y han guardado silencio sobre su historia, probándonos, una vez más, que todo parece mudo en el Arte Real.
Extraordinario es el deseo que nos anima de contar con hechos positivos sobre la historia de una sociedad tan esparcida por todos los pueblos del orbe, y más cuando se sabe que ha contado en su seno hombres ilustres de todas las edades, viéndose aun brillar en ella a muchos justamente considerados por su saber y sus virtudes.
¿Cómo es, pues, que sabios de todas las naciones hayan podido ser y sean partícipes de los misterios de la masonería sin haberse informado de su origen? ¿Y cómo es que si ellos le han penetrado, han guardado el más profundo silencio, sin dejar huella alguna en las obras que nos han legado? ¿Sería que, como iniciados en los antiguos misterios, la religión del juramento les haya enmudecido?
Bien que el juramento no haya sido un obstáculo en sus investigaciones sobre la historia de la Institución, parece que su silencio ha provenido de faltarles los documentos necesarios para entregarse a este trabajo.
Privados también nosotros de aquellos materiales, ¿nos atreveremos a presentar al lector nuestras conjeturas sobre el origen de tan noble Institución?
No es por cierto sino con una gran desconfianza de nosotros mismos que trataremos de levantar un extremo del espeso velo que la cubre; sirviéndonos de excusa esta misma desconfianza, no menos que el entregarnos con la conciencia de un corazón sencillo al descubrimiento de la verdad.
Como quiera que se hayan suscitado dudas por algunos escritores sobre la antigüedad de la masonería, no por eso dejaremos nosotros de creer firmemente que trae su origen de los misterios egipcios.
Los tres grados conocidos con el nombre de masonería azul, vienen en apoyo de nuestra opinión, pues unas mismas son las pruebas, el aprendizaje y los resultados, a diferencia, sin embargo, de los medios que tenían a su disposición los padres iniciadores de la antigüedad, del tiempo que empleaban en la preparación del neófito, y del que les era necesario para el estudio de las ciencias, de todo lo cual se limita la iniciación moderna a dar la nomenclatura.
Se puede juzgar de los obstáculos que era necesario vencer en las iniciaciones antiguas por el magnífico cuadro que nos ofrece el sexto libro de la Eneida, en que Virgilio conduce su héroe a los infiernos, cuadro que ha sido considerado aun en tiempo de Augusto como el trazado de las pruebas de la iniciación antigua.
Se encuentran en el Asno de Oro, de Apuleyo, detalles notables sobre la naturaleza de estas pruebas. Se hallan, en fin, en los viajes de Sethos y en los de Pitágoras, trabajos curiosos, llenos de erudición y de descubrimientos, sobre las costumbres antiguas, donde se encuentran noticias que parecen bastante exactas referentes a los trabajos a que debían someterse los que aspiraban a la iniciación.
Eran éstos tan numerosos y las pruebas tan terribles que, se dice, Orfeo no pudo resistirlas y sólo le fueron dispensadas en obsequio de los melodiosos acordes de su lira.
Los masones que quieran comparar e instruirse sobre asunto tan importante, deben tomarse el trabajo de leer las obras que acabamos de indicarles, pues de otro modo no podrán convencerse que las pruebas modernas sólo son una benigna y breve representación de las antiguas, las que han sido necesario modificar, atendidos al estado actual de nuestros conocimientos y las relaciones de los individuos con la sociedad.
Los padres iniciadores participaban, en la época a que aludimos, del poder gubernamental, y la sociedad civil no tenía derecho a pedirles cuenta de los individuos que entraban en el interior de los templos, tal vez para no volver a salir jamás. Estos templos ocupaban una vasta extensión de terreno, cerrado absolutamente a los profanos.
Con ayuda de la física, que les era familiar, sorprendían al neófito ya preparado por el terror y los peligros a que le exponían, y si no están hoy en práctica los mismos medios, conservamos fielmente su recuerdo... ¿Cómo es que los misterios han llegado hasta nosotros? ¿En qué época los iniciados han tomado el nombre de masones?
Este punto nos parece difícil de resolver, si bien esta incertidumbre no destruye lo que hemos dicho acerca de ser los antiguos misterios y la masonería la misma cosa, siendo tal nuestro convencimiento con respecto a esto, que no sabemos cómo se pueda aún dudar.
Convendremos con algunos que, a excepción de la masonería azul, que comprende los tres primeros grados, los que siguen son de creación relativamente moderna, aunque hacen referencia a tiempos algo distantes.
Una gran parte de ellos corresponde al tiempo de los Templarios; otra, parece anexa a los filósofos herméticos, cuando éstos se ocupaban del descubrimiento de la piedra filosofal, locura a la cual debemos la existencia de la química, una de las ciencias más bellas y útiles al presente. Otra parte, en fin, parecer ser debida a un resto de judaísmo, conservado por los iniciados del Oriente a quienes consideramos como verdaderos autores de los misterios actuales.
Se preguntará: ¿por qué la masonería azul ha tomado el fondo de su sistema de la Biblia y empleado el lenguaje hebraico para sus palabras misteriosas? Creemos, no obstante, poder dar a este respecto una contestación satisfactoria.
Parece que se está de acuerdo sobre la opinión de que los misterios, o más bien la masonería, fueron traídos a Europa por los Cruzados, y fue tal vez, en esta época, en que tomó su nuevo nombre.
No sería cosa sorprendente que los que se preparaban para conquistar la tierra santa, y plantar en ella el estandarte de la Cruz, hayan encontrado los misterios conservados en esta parte del Asia por el corto número de cristianos que allí se contaban, aceptándolos como vínculos que les uniesen más estrechamente a hombres que podían y debían serles muy útiles, no siendo extraño que los nuevos iniciados hubiesen adoptado, con el lenguaje de los primeros, el proyecto de reconstruir el templo de Jerusalén, reconstrucción que es siempre el objeto de los votos del pueblo judío, si bien en adelante se conociesen por el dictado de masones libres, por oposición al oficio vulgar de albañiles, que era ejercido por esclavos o siervos, siendo la condición de hombre libre requisito necesario para ser admitido en la iniciación. Nada parece más natural.
Sentado este precedente, nos parece fácil concebir cómo la masonería ha sacado de la Biblia los medios y títulos de su organización, o más bien de su reorganización.
Se sabe que los primeros cristianos eran judíos reformados, y que antes que la nueva religión hubiese tomado una forma exterior, seguían aún la Ley de Moisés.
Los iniciados que habían hecho la revolución fueron bien pronto sobrepujados por otros sectarios más ardientes, según parece; no adoptaron todas las innovaciones, siendo una prueba los cismas de que está llena la historia de la religión.
Los iniciados permanecieron cristianos judíos; la Biblia fue siempre su libro sagrado, su ley fundamental, y sus fórmulas permanecieron hebraicas.
Que los misterios hayan experimentado algunos cambios cuando los europeos se iniciaron en gran número para formar una sociedad aparte, bien puede ser; pero sin separarse absolutamente de los hebreos, que les habían enseñado estos misterios, tomaron de su historia y de sus libros canónicos las palabras y emblemas de la masonería: medio cierto de entenderse y de enlazar los misterios antiguos a los modernos.
Tal parece que ha sido el destino de la religión judaica, origen o principio de todas las instituciones del catolicismo.
Pero después de mucho tiempo, los misterios egipcios han debido, sin duda, haber sido adaptados a las creencias y cultos de los hebreos: la masonería, que remontamos a la época de las cruzadas, pudiera muy bien datar de tiempos mucho más lejanos; y en este caso, la cuestión se encontraría resuelta, pues los hebreos no debían buscar sino en sus libros los emblemas con los cuales querían familiarizar a los iniciados, y a los que, después, han añadido grados de iniciación, viéndose obligados a tener a ésta por tema o norte de sus agregaciones, siendo consiguiente que unos y otros procediesen de la misma fuente u origen.
Los Caballeros Hospitalarios de San Juan de Jerusalén, conocidos con el nombre de Templarios, o sus sucesores los masones, parecen ser, como hemos dicho, los autores de la mayor parte de estas adiciones.
Creeríamos que habían sido inventadas por aquellos caballeros en los tiempos de su esplendor, para aislarse de la multitud de iniciados, si no advirtiéramos que los nuevos grados de iniciación tenían casi todos por objeto la restitución de la Orden después de su caída. No dudamos, como se deja ver, que los Templarios fueran iniciados desde el momento mismo de su institución; que es a ellos a quienes la Europa es deudora de la masonería, siendo sus prácticas secretas las que sirvieron de pretexto para la acusación de irreligión y ateísmo, y el fin trágico que tuvieron: todo afirma esta opinión.
Las desgracias de estos caballeros, y las persecuciones que experimentaron, a las cuales sucumbieron, les forzaron a buscar como último refugio los misterios a cuyo establecimiento tanto habían contribuido, en los cuales no dejaron de encontrar algún consuelo y los recursos más necesarios.
La situación en que se encontraban no era común a los otros iniciados y trataron de mezclarse con ellos, sin separarse, no obstante, de la gran familia de masones; formaron los grados que vemos añadidos a los tres primeros, y no los comunicaron sino a aquellos adeptos cuya decisión por la Orden les era reconocida.
Los Templarios han desaparecido del orden civil: pero han dejado por sucesores a los masones, y sus instituciones han sobrevivido a su desgracia. Tal parece ser la historia y la marcha de la masonería.
Pero nosotros preguntamos cada día: ¿qué es la masonería? ¿Qué son esos misterios de que tanto se habla a los iniciados y que jamás se les revelan? Esta pregunta, que a menudo se nos hace aún por masones, merece ser considerada, y vamos a contestar a ella.
No podemos evitar cierta sorpresa siempre que un iniciado nos interroga sobre esto, y juzgamos desde luego, o que no se ha tomado el trabajo de meditar, o sólo se ha ocupado de la exterioridad de las formas de aquella Institución.
Convendremos, si así se quiere, que la masonería, que diremos a esto que nada importa este cambio, pues si pudiera reputarse como falta, no es de la Institución, sino de los hombres y circunstancias, que no son ni pueden ser las mismas en todos tiempos.
Hemos visto que la masonería y los antiguos misterios, tienen entre sí tal punto de contacto, que se puede, sin aventurar nada absolutamente, considerar la una como la sucesión de los otros.
Porque, ¿qué eran los antiguos misterios? ¿Qué se enseñaba en ellos a los iniciados? ¿Qué cosas se les revelaban? Si consultamos las obras que se ocupan de los misterios, nos persuadiremos que su secreto era la doctrina de los sabios y filósofos de la antigüedad, que abandonando al pueblo ignorante y su estúpida idolatría, que tan bella les parecía, se reunían para adorar a un sólo Dios, creador y conservador de todas las cosas, a un Dios clemente y remunerador, a un Dios Eterno, digno de los homenajes de todos los hombres.
La iniciación estaba dividida en muchos grados o épocas, porque se quería instruir al iniciado sucesivamente y con precaución para no chocar abiertamente con las preocupaciones de su primera educación: era necesario que estuviese ya fuera de la edad de las pasiones, persuadiéndosele, a la vez que se le instruía sin pretender imponérsele la creencia por la autoridad, enseñándosele las ciencias humanas, encerradas únicamente en el santuario de los Templos, antes de mostrársele la verdad.
Después de estudios, que duraban lo menos tres años, y algunas veces más tiempo, se conducía al Neófito al interior, o sea a la parte más secreta del Templo, en donde se le revelaba el verdadero objeto de la iniciación.
Los iniciados miraban con desprecio la idolatría, que consideraban como un absurdo; y si entraban de nuevo en el mundo profano, respetando y sometiéndose a los cultos establecidos, no lo hacían sino por deferencia a opiniones que era peligroso combatir directamente.
Además, a medida que la iniciación se ha extendido, y que la filosofía y las artes han ilustrado a los pueblos, el culto de los ídolos ha perdido su crédito, y ha concluido por ser abandonado del todo. Tal era el objeto de los grandes misterios.
De la iniciación han salido todos los filósofos que han ilustrado la antigüedad, y a la extensión sola de los misterios se debe el cambio que hemos observado en la religión de los pueblos.
Cuando los misterios han llegado a ser vulgares, esta gran revolución se ha consumado. Moisés, educado en Egipto, en la corte de un Faraón, y sin duda iniciado en los misterios egipcios, fue el primero que estableció el culto público del Dios de los iniciados, del verdadero Dios.
Su decálogo era la ley que regía a los iniciados, y su física fue tomada de los Templos de Menfis, si bien la Ley de Moisés no fue entonces sino un ensayo imperfecto de la aplicación de los principios de la iniciación, porque no eran aún llegados los tiempos en que estos principios serían la religión universal conocida con el nombre de catolicismo.
No es nuestro propósito examinar las causas que se han opuesto a que la religión hebraica no haya hecho mayor número de prosélitos, ni los obstáculos que han limitado su extensión a la casa de Israel, si bien con el transcurso del tiempo vemos salir de su seno una religión nueva nacida del secreto mismo de las iniciaciones, más pura que la primera y que no convida a una sola familia, ni a una sola nación a sus misterios, sino a todos los pueblos de la tierra.
La iniciación antigua era, pues, la verdadera religión, la que después ha sido llamada justamente católica, porque debe ser la de todos los pueblos ilustrados del Universo: la religión enseñada por Moisés, predicada por San Juan y sellada con la sangre de Jesús.
Sí, la religión cristiana ha salido de los misterios de la iniciación, según se observaba en su primitiva simplicidad, siendo esta misma religión la que se ha conservado íntegra en los templos de la masonería.
Podríamos atestar igualmente, que hasta las formas del culto y aun la jerarquía eclesiástica, en la religión católica, han sido tomadas de los usos y rituales de los iniciados, predecesores de los masones, si los límites que nos hemos propuesto en este ensayo nos lo permitieran.
El Evangelio, esta obra de la más dulce y pura moral, este libro verdaderamente divino, era el código de los iniciados, y lo es aún de la masonería.
Si como creemos, hemos demostrado que la masonería es una sucesión de los misterios antiguos, o que los misterios son la verdadera religión de Jesús, es consiguiente que la masonería es esa misma religión que constantemente ha combatido el materialismo de la idolatría; pero que con la misma constancia ha rehusado admitir los dogmas místicos que la superstición, o bien el celo entusiasta de algunas almas ardientes, han tratado de introducir en el árbol evangélico.
Puede ser que se nos diga, que si es verdad lo que exponemos, los misterios no tienen hoy un objeto razonable, desde el momento en que se ha establecido el culto público y la creencia de los iniciados, y que el secreto de nuestras reuniones desde luego es inútil y sin objeto.
Comprendemos toda la fuerza de esta observación; pero ¿quién ignora que la religión católica ha luchado por más de tres siglos contra el paganismo, que era el culto dominante, y contra las persecuciones sin número que ésta última, su enemiga natural, le ha suscitado? ¿Dudaría alguno que el secreto le ha sido largo tiempo necesario antes de ser siquiera tolerada, es decir, hasta el momento en que Constantino la colocó sobre el trono?
Además, después del triunfo de la religión católica, que ha sido también la época de los más grandes cismas y disputas teológicas, ¿no hemos visto a los hombres sabios y apacibles que querían conservar pura la ciencia divina, apartarse de los debates y encerrarse de nuevo en el secreto de las iniciaciones, a fin de transmitirla luego en toda su integridad? Nos parece que así podremos dar razón de la perpetuidad de las reuniones secretas de los iniciados, y explicar la transmisión de sus misterios hasta nosotros: causa de las persecuciones suscitadas contra los masones por los ministros de una religión que hubiera debido considerarlos como sus más firmes y sólidos apoyos.
De cualquier modo que se considere la sucesión de los misterios hasta nosotros, parece evidente, por los emblemas que decoran las logias de los masones de todos los ritos, que a su introducción en Europa, bajo el nombre de Masonería, reconocía ya un objeto religioso, no obstante ser también otro su intento, tal es el de la hospitalidad hacia los soldados cristianos, viudas y huérfanos de guerreros muertos por la religión en los campos de Asia; debiéndose no echar en olvido, que tan laudable propósito no podía menos de favorecer el crédito que desde su origen obtuvo tan filantrópica Institución.
La Europa, conmovida al ver perecer tan gran número de sus más ilustres hijos en un país sumamente funesto para sus armas, pone término a las calamidades que habían acompañado una guerra distante y desastrosa; pero el amor a sus semejantes no cesó de animar a los iniciados masones; los lazos que les unían subsistieron intactos, y las desgracias ordinarias de la vida no dejaron de ofrecer a sus virtudes los medios de ejercerlas. Una ocasión terrible se presentó desde luego.
Los Caballeros del Templo, que los masones miraban como a sus institutores, murieron casi todos en una catástrofe espantosa, y los pocos que escaparon de los cadalsos, se refugiaron entre los masones, que les recibieron afectuosamente y les sostuvieron y protegieron con todo su poder.
Pocos amigos de disputas teológicas, los masones se obligaron solemnemente a no ocuparse jamás de opiniones religiosas. Olvidáronse hasta cierto punto de que su Institución era el depósito de la verdadera religión católica, y se limitaron a predicar, en el interior de sus Templos, la moral del Evangelio, a recomendar la sumisión a las leyes civiles, el ejercicio de todas las virtudes sociales, y encarecieron la hospitalidad y la beneficencia.
No se sigue de esto que todos los masones sean virtuosos, pero la sociedad masónica, lo es por esencia y no podría subsistir sino basada en estos principios. ¡Cuántos actos particulares de generosidad no pudiéramos citar para probar que la masonería es un verdadero bien a la sociedad! ¡Cuántos establecimientos de beneficencia, fundados y sostenidos por logias, no nos hacen acreedores al agradecimiento público!
Relación es esta que podría disgustar a los masones, cuya primer máxima es la de ocultar cuidadosamente la mano que dispensa el beneficio.
Queda sentado que la masonería es una Institución religiosa y filantrópica. En el primer concepto, la sabiduría de sus principios, y pureza y dulzura de su moral, tan conforme con la del Evangelio, deben necesariamente hacerla objeto de un profundo respeto.
Con respecto al segundo, que la hace tan recomendable, es una Institución acreedora a los mayores sacrificios. No ha sido sino por un rasgo de prudencia, de parte de los masones, por lo que el lado religioso de la Institución ha sido abandonado a la sagacidad de los iniciados y que tampoco se les descifren los misterios ocultos a los ojos superficiales por los signos emblemáticos de la masonería, en tanto que todos los discursos y ejemplos, emanados de ella, están concebidos de manera a recomendar el amor a sus semejantes como virtud del masón. Tal es el verdadero objeto de esta Institución tan injustamente menospreciada por aquellos que no la conocen. Los iniciados saben que nada hemos dicho que no esté de acuerdo con los principios que profesamos, y si nuestra buena fe no puede persuadir a los profanos, esperamos de su imparcialidad que ni condenarán a nuestros hermanos sin oírles, ni menos podrán negar que si es la masonería tal como queda representada, merece el aprecio de todos los hombres honrados.
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