Por: Jorge Ernesto Fuentes Aqueche
Queridos Hermanos:
Queridos Hermanos:
Hace unos 30,000 años Dios aún no existía. La especie humana, sin embargo, llevaba ya más de dos millones de años enfrentándose sola a su destino en un planeta inhóspito; sobreviviendo y muriendo en medio de la total indiferencia del resto del universo. Unos 90,000 años atrás, una parte de la humanidad de entonces comenzó a albergar esperanzas acerca de una hipotética supervivencia después de la muerte, pero la idea de la posible existencia de algún dios parece que fue aún algo desconocido hasta hace aproximadamente treinta milenios. La concepción de un dios creador y controlador —tal como es imaginado por la humanidad actual— no comenzó a formalizarse hasta el III milenio aC. y no pudo implantarse definitivamente sino hasta el milenio siguiente.
Tomás de Aquino en su Summa contra Gentiles, afirmó que “Dios está muy por encima de todo lo que el hombre pueda pensar de Dios”. La frase, a pesar de su aparente profundidad, transmite un vacío desolador. ¿Por qué no decir, por ejemplo, que la razón está muy por encima de todo lo que el hombre —en especial si es teólogo— pueda pensar de la razón? El universo entero también está muy por encima de nuestras cabezas y de los conocimientos que tiene el común de la gente; sin embargo la ciencia, a base de pensar que no hay nada tan lejano que no pueda ser investigado, ha acumulado datos y certezas que sobrepasan, en años-luz, cuanta sabiduría fue capaz de atesorar el santo de Aquino. Quizás Dios, efectivamente, esté demasiado alto para nuestros limitados razonamientos pero antes de darnos por vencidos asumiendo que la tarea es imposible, deberemos reflexionar, al menos, sobre si puede haber o no alguien ahí arriba (o donde sea que pueda residir un ser divino). La enmarañada madeja no será fácil de deshacer pero en el intento residirá la recompensa.
A pesar de que “Dios” es un concepto de reciente aparición dentro del proceso evolutivo de nuestra cultura, su fuerza innegable ha incidido sobre el ser humano de tal manera que éste ya nunca ha podido sustraerse al poderoso influjo que irradia la idea de su existencia, de la de cualquier dios, es decir, de algún ser supremo dotado de capacidad para regir todos los elementos de los universos material e inmaterial y, aspecto fundamental, animado de una personalidad tal que permite que su voluntad inapelable pueda ser alterada en favor de los intereses humanos, mediante la negociación y el pacto, cuando la ocasión resulta propicia.
El concepto de “Dios” es tan fundamental para nuestra existencia reciente sobre este planeta que la mera presunción de su realidad —gobernada a través de las instituciones religiosas— ha focalizado y dirigido la formación de las culturas, ha cambiado radicalmente las pautas individuales y colectivas de las relaciones humanas y ha llevado a alterar profundamente el equilibrio ecológico de cada uno de los hábitats conquistado por el homo religiosus. Basta con la sola evocación de Dios para que en cualquier grupo humano se asuman posturas, se desborde la emocionalidad y, en definitiva, se produzca una clara división en dos bandos irreconciliables: la posición creyente y la no creyente. En el nombre de Dios, de cualquier dios, se han hecho, se hacen y se harán las más gloriosas heroicidades aunque también las fechorías y masacres más atroces y execrables.
El mundo que conocemos ha sido modelado por Dios, sin duda alguna, pero la cuestión fundamental radica en saber si la obra es atribuible a un dios que existe y actúa mediante actos de su voluntad consciente, o a un dios conceptual que sólo adquiere realidad en el hecho cultural de ser el destinatario mudo de las necesidades y deseos humanos.
Del primer tipo de dios se ocupan las religiones y, según ellas, su existencia no admite discusión ni precisa pruebas. Existe porque existe y ya. Todo, absolutamente todo, prueba su existencia, incluso el mismo hecho de poder dudar de ella. Dios es el origen y el fin de todo cuanto se pueda conocer o imaginar; por tanto, nada hay ni puede haber fuera de él. Las religiones parten de una posición viciada en su propio origen al invertir la carga de la prueba, es decir, no demuestran fehacientemente aquello que afirman –la existencia de Dios– y, de modo implícito —cuando no bien explícito— descargan la responsabilidad probatoria en quienes defienden la inexistencia de cualquier divinidad. En este caso, la propia sustancia de lo que se discute lleva necesariamente al absurdo desde el punto de vista lógico y racional: unos creen porque sí (“tienen fe”) y otros niegan también porque sí (“son ateos”).
Del segundo tipo de dios, en cambio, se ocupan la historia, la arqueología, la psicología, la antropología y las demás disciplinas científicas que intentan abarcar y comprender la variada gama de comportamientos humanos que conforman eso que hemos dado en llamar cultura o civilización. De la existencia de este tipo de dios conceptual sí que existen innumerables pruebas materiales que permiten abordar su análisis y discusión. Los formidables indicios acumulados sobre este tipo de dios lo identifican con el primero —el dios creador y controlador de destinos cuya existencia se presume real— pero, a diferencia de éste, su rastro puede seguirse hasta los mismísimos albores de su nacimiento entre los hombres.
¿Puede un dios eterno, principio y fin de todo, creador del ser humano, haber querido permanecer oculto a los ojos de los hombres hasta hace apenas unos pocos miles de años? ¿Puede ese dios haber querido privar conscientemente a sus criaturas, durante cientos de miles de años, de las normas que hoy se proclaman fundamentales y de los ritos indispensables para la “salvación eterna?” ¿Cómo y cuándo se manifestó Dios por primera vez? ¿Por qué se dio a conocer a través de tantas y tan diferentes personalidades y creencias?
Quizás Dios se haya limitado a comportarse como un deus otiosus (dios ocioso), tal como lo describen las más importantes religiones autóctonas de Africa, que creen que el Ser Supremo vive apartado de todos los asuntos humanos. Los akans, por ejemplo, creen que Nyame, el dios creador, huyó del mundo debido al terrible ruido que hacen las mujeres cuando baten ñames para hacer puré. Si de justificar su ausencia se trata, es muy probable que Dios pudiese encontrar en nuestro mundo actual miles de razones aún más poderosas y graves que las esgrimidas por los akans. Eso podría explicar el que tengamos un planeta lleno de perros y gatos peleoneros, de halcones rapaces, de palomas ingenuas y evasoras avestruces y que, pese a ello, Dios permanezca insensible a los ruegos humanos: no es que Dios no exista, es que no está; se limitó a crearnos y nos abandonó a nuestra suerte. Quién sabe. El concepto de deus otiosus no deja de ser profundamente inteligente, ingenioso y sobre todo realista.
Las religiones, en su papel de instituciones formales, llevan unos pocos milenios publicando y difundiendo datos sobre la naturaleza de Dios y hablando en su nombre, pero las formas y atribuciones de Dios son tan numerosas y diversas y los mandatos divinos que emanan de ellas son tan variados y contradictorios, que resulta francamente difícil hacerse una idea de Dios. ¿Es como el viejito barbudo, simpático y presuntamente bondadoso que muestra la Iglesia católica en su iconografía más clásica? ¿Es como el heroico Shiva de la tradición hindú, presentado siempre en poses hieráticas? ¿Es como El, el dios creador de los cananeos representado como un funcionario político de altísimo rango? ¿Es como Osiris, el dios egipcio con cabeza de halcón? ¿Es como la Venus de Willendorf, la diosa más famosa del Paleolítico, de formas carnales desmesuradas? ¿Es alguien genérico como el Gran Arquitecto del Universo a quien reverenciamos los masones?¿Es como el ser no representable de las tradiciones judía, musulmana y de tantas otras? ¿Es como el Caos, el fundamento de las más antiguas cosmogonía y teogonía helénicas? ¿Es como el Big Bang1 de la ciencia moderna? ¿Como quién es? ¿Como qué es? Y, si cada doctrina divina cambia radicalmente en función de las épocas y las culturas, ¿cómo saber cuál es el verdadero mensaje divino?, ¿quién garantiza la palabra de quienes garantizan la palabra de Dios?
La dicotomía entre el concepto de “Dios” y las estructuras religiosas, aunque no les guste a éstas, es evidente y resulta fundamental para no confundir una posible causa de naturaleza no específica —nada impide que denominemos “Dios” a cuanto pudo haber (¿?) en el instante previo a la organización de la materia atómica que dio lugar al nacimiento del universo —con una estructura basada en la explotación de tal probabilidad al transformarla en un dogma o creencia acrítica (práxis de las religiones); saber separar lo supuestamente causal (Dios) de lo claramente instrumental (la religión) evitará también “tomar el nombre de Dios en vano”, un vicio troncal de cualquier sistema religioso. Por este motivo no escasean los científicos —en particular físicos, astrofísicos y cosmólogos— quienes, al ocuparse del origen del cosmos, aceptan dejar una puerta abierta a la posibilidad de alguna “razón organizadora”, pero se la cierran a cualquier planteamiento teológico.
Es bien conocida la frase “un poco de ciencia nos aleja de Dios, pero mucha nos devuelve a él” pronunciada por Louis Pasteur, uno de los científicos más notables del siglo XIX, pero la simplicidad —que no es lo mismo que simpleza—, plasticidad, belleza y capacidad enunciadora de esta frase no debe llevarnos necesariamente a conclusiones religiosas. Quizás como lo afirma el cosmólogo Stephen Hawking –principal avalador, junto a Roger Penrose, de la teoría del Big Bang—, “si descubrimos una teoría completa que abarque la interrelación de todas las fuerzas de la naturaleza, [conocido como el sueño científico de la TGU o Teoría de la Gran Unificación, GUT Great Unification Theory en inglés], debería ser algún día comprensible en sus grandes líneas por todo el mundo, y no sólo por un puñado de científicos. Entonces todos, filósofos, científicos e incluso la gente de la calle, seríamos capaces de tomar parte en la discusión acerca de porqué existe el universo y nosotros mismos. Si encontramos la respuesta, será el último triunfo de la razón humana, porque en ese momento conoceremos el pensamiento de Dios”.
Aunque el pensamiento científico, debido al método de captación de conocimientos que lo caracteriza, se opone al pensamiento religioso —sin que ello represente contradicción alguna para los científicos con creencias religiosas—, la fuerza probatoria del primero hace que algunas de las más notables religiones monoteístas actuales se acerquen a la ciencia con la intención de sustentar sus dogmas sobre la existencia de Dios en determinados descubrimientos.
Es el caso, por ejemplo, de la aceptación que tiene la teoría cosmológica del Big Bang por parte de la Iglesia católica, un hecho que claramente señala Stephen Hawking —en su libro Breve historia del tiempo2– cuando acota que “la Iglesia ha establecido el Big Bang como dogma y al tiempo que, con elegante malicia, recuerda una afirmación lanzada por el papa Juan Pablo II, ante una reunión de cosmólogos, cuando exhortó a estudiar la evolución del universo después del Big Bang pero sin entrar a investigar en el mismo Big Bang ya que éste era el momento de la Creación y, por tanto, de la tarea de Dios –objeto de estudio de la teología, no de la ciencia—. Ante una postura tan taimada del Papa, podría decirse también, parafraseando a Pasteur, que si bien mucha ciencia nos devuelve a Dios, demasiada puede dejarnos definitivamente vacío de contenido el concepto que tenemos de El. Si el Big Bang realiza el trabajo creador de Dios, éste pierde todo su sentido y función, es decir, Dios deja de existir científicamente.3
La formación del universo, según la teoría del Big Bang, avalada por importantísimos hallazgos científicos recientes, tuvo lugar cuando una región que contenía toda la masa del universo a una temperatura enormemente elevada se expandió mediante una tremenda explosión y eso hizo disminuir su temperatura; segundos después la temperatura descendió hasta el punto de permitir la formación de los protones y los neutrones y, pasados unos pocos minutos, la temperatura siguió descendiendo hasta un nivel tal que los protones y neutrones pudieron combinarse para formar los núcleos atómicos.
Si se demuestra definitivamente que existe una creación continua de materia cósmica, tal como propone la Teoría del Universo Estacionario o principio cosmológico perfecto de Herman Bondi, Tomas Gold y Fred Hoyle, el universo pasaría a verse como un complejo mecanismo autorregulador con capacidad de organizarse hasta el infinito; una propiedad natural que haría innecesario tener que recurrir a algún dios para justificar el origen de la materia.
Desde la perspectiva de otros modelos científicos, como el del Universo Inflacionario, propuesto por Andrei Linde y Alan Guth, se sostiene que nuestro universo forma parte de un inmenso conjunto de universos salidos de un “universo-madre” del cual se separó inflándose hasta estallar en un Big Bang, un proceso que, según estas hipótesis, aún sigue repitiéndose en otros universos y también en el que nosotros existimos, y puede estar generando otros universos nuevos; esta teoría cosmológica tampoco necesita explicarse sobre la base de algún principio organizador divino ya que postula un proceso que no tiene principio ni tiene fin.4
El astrofísico Igor Bogdanov, basándose en la llamada constante de Planck realizó una afirmación críptica pero muy definitoria cuando dijo que “no podemos saber qué sucedió antes de 10-43 [esto es un uno precedido de un punto decimal y cuarentidós ceros] segundos de ocurrir el Big Bang, un tiempo fantásticamente pequeño que guarda en potencia al universo entero. Todo eso contenido en una pelota de 10-33 centímetros, es decir miles y miles y miles de millones de veces más pequeña que el núcleo de un átomo.”
En lo que atañe a nuestro universo, surgido hace unos 15,000 millones de años (ahora se estila decir 15 millardos), salta a la vista una pregunta de simple lógica: ¿existía Dios 10-43 segundos antes del Big Bang?, y de existir, ¿qué era y dónde ha estado hasta hoy? La ciencia está tratando de responder qué pasó en ese espacio y ese tiempo prácticamente inexistentes, pero eso no justifica bajo ningún punto de vista, la afirmación gratuita de quienes, como el epistemólogo Jean Guitton, defienden que la mejor prueba de la existencia de un ser creador es que existen límites físicos al conocimiento.5
Parece obvio que una perspectiva teleológica6 del cosmos es infinitamente menos inquietante y resulta más gratificante que su contraria pero, al postular que todas las leyes naturales que rigen la evolución del universo fueron diseñadas en el marco de un “proyecto cósmico” con el fin de posibilitar la vida humana sobre este planeta, se peca gravemente de antropocentrismo, egocentrismo y acientificidad.
Los conocimientos biológicos actuales demuestran sin duda alguna que hasta el presente hubo cientos de miles de proyectos fallidos en los procesos evolutivos de las especies, es decir, que cientos de miles de especies de todas clases siguieron caminos no viables que les llevaron, más temprano o más tarde, a su extinción; un proceso de selección natural que no ha concluido todavía y que seguirá en marcha mientras quede algún resquicio de vida en este planeta. En este contexto biológico, el hombre no es más que una de las especies supervivientes —al menos hasta hoy— a la evolución de los ecosistemas terrestres.
En el supuesto de que exista algún dios creador-controlador, la evidencia de tantos cientos de miles de organismos vivos fracasados –mal planteados— desde su mismísima concepción, sólo podría sugerir que este dios carece de habilidad y experiencia para crear seres vivos con eficacia o que disfruta lanzando a la vida seres irremediablemente condenados a perecer; en el mejor de los casos, podríamos llegar a la conclusión de que Dios también crea empleando los mismos mecanismos que son propios de la naturaleza y de los humanos, es decir, mediante el método de prueba y error, hecho que obviamente, no lo puede hacer acreedor de la más mínima ventaja o superioridad sobre ningún otro ser vivo pensante.
Al filósofo holandés Spinoza (1632-1677) no le faltaba razón cuando escribió que el finalismo o teleologismo “es un prejuicio desastroso que nace de la ignorancia natural de los hombres y al mismo tiempo de una actitud utilitarista (...) a la vana, aunque tranquilizadora, ilusión de que todo está hecho para el hombre, se añade la mentalidad antropomórfica corriente, la cual, interpretándolo todo desde el modelo artesanal, impide el conocimiento de la necesidad absoluta, induciendo así a la superstición del Dios personal, libre y creador”.7
Otro filósofo, el enciclopedista francés Denis Diderot (1713-1784), ateo convencido después de ser educado por los jesuitas—de hecho fue encarcelado tres meses por criticar el teísmo en su obra Carta sobre los ciegos (1749)— y famoso en su época por ser un brillante polemista, no supo qué contestarle al matemático Leonard Euler cuando, durante un encuentro en la corte de la reina Catalina II de Rusia, éste le dijo: “Señor, (A+B) N/N = X, luego Dios existe. ¿Qué me responde a eso?”. 8
El notable físico y matemático francés Pierre-Simón Laplace (1749-1827), referencia obligada para el estudio de la teoría de las probabilidades, en cambio, sí habría sabido responder a la formula venenosa de Euler con tanta eficacia como la que demostró cuando Napoleón le interrogó acerca del lugar que ocupaba Dios en su teoría de un universo-máquina sin principio ni fin, expuesta en su Tratado de mecánica celeste (1799-1815). “Señor —le contestó Laplace al emperador corso–, no he tenido ninguna necesidad de manejar esa hipótesis.” 9
Tras siglos de debates filosóficos acerca de la existencia o no de un principio ordenador del universo y de un finalismo antropocéntrico, la cuestión sigue hoy abierta y candente dentro de muchos campos científicos. Así, mientras unos sostienen que la vida que conocemos es producto de una larguísima cadena de casualidades —difícilmente repetibles pero casualidades al fin—, otros argumentan que sólo un milagro intencionado puede explicar la conjunción de las muchísimas condiciones que son necesarias para que se produzca la vida.
El concepto de “Dios” es tan atractivo que incluso científicos que se han declarado agnósticos, como los físicos Heisenberg o Einstein, han escrito ensayos, denominados místicos por algunos, en los que rozaban la idea de “Dios” pero de un dios absolutamente ajeno a la figura investida de atributos antropomórficos que postulan las religiones. “Sé que algunos sacerdotes están sacando partido de mi física a favor de las pruebas de la existencia de Dios –le escribía Albert Einstein a un amigo, en una carta en la que negaba el rumor de su supuesta conversión al catolicismo–. No se puede hacer nada al respecto; que el diablo se ocupe de ellos.”10
En cualquier caso, quizá todos los modelos científicos capaces de explicar la formación del universo tienen su límite en el llamado Teorema de la incompletud de Gödel. Este teorema, postulado por Kurt Gödel (1906-1978), una de las figuras más importantes de toda la historia de la lógica, afirma que “dentro de todo sistema formal que contenga la teoría de los números existen proposiciones que el sistema no logra “decidir”, o sea, que no logra dar una demostración ni de ellas ni de su negación”.
El teorema de la incompletud implica que ningún conjunto no trivial de proposiciones matémáticas puede derivar su prueba de consistencia del conjunto mismo sino que debe buscarla en una proposición que esté fuera de él11, algo aparentemente imposible para la metodología matemática y empírica en la cual se fundamenta la investigación cosmológica actual. El hecho de que siempre haya enunciados verdaderos indemostrables, que permanecen fuera del campo de las deducciones lógicas, “no significa —según señaló el físico Paul Davies— que el universo sea absurdo o carente de sentido, sino solamente que la comprensión de su existencia y propiedades cae fuera de las categorías usuales del pensamiento racional humano”.12
Dentro de este espacio de incertidumbre formal que deja abierto el Teorema de la incompletud de Gödel siempre puede volver a aparecer la esperanza de la existencia de Dios, cosa que sin duda seguiremos propiciando ad infinitum los humanos; la falta de respuestas a algunas de las claves de nuestra existencia y el miedo a nuestro destino después de la muerte siempre serán más poderosos que la fuerza probatoria de los descubrimientos científicos que contradigan la visión teísta del universo.
De todos modos, resulta evidente que cuando uno comienza a interrogarse racionalmente sobre todo lo que rodea a Dios se da cuenta de que no puede llegar a conocer nada con certeza, ni su naturaleza, ni su existencia. Siempre cabe, claro está, refugiarse en los textos sagrados de cualquier religión ya que ellos, cumpliendo la función para la cual fueron escritos, dan certezas absolutas mediante evidencias preñadas de sí mismas y que repudian la lógica de la razón puesto que se han conformado dentro del subjetivismo de la emoción; pero éste es un camino que sólo sirve a quien busca, necesita o tiene ese tipo de dinámica mental que conocemos como fe, una actitud directamente relacionada con los procesos psicológicos derivados del pensamiento mágico.
La fe, sin duda alguna, puede mover montañas, pero jamás podrá explicarnos cómo se formaron o de qué están compuestas esas montañas que ha logrado desplazar. La fe en Dios, en su existencia y accesibilidad, puede tener innumerables ventajas para el psiquismo humano pero resulta un instrumento absolutamente inútil para intentar conocer algo sobre dicho ser supremo, objetivo que, por encima de cualquier otro, alienta tareas como la que representa hilvanar, con lógica, la lógica de este ensayo.
El sociólogo Emile Durkheim (1858-1917) centró muy bien el punto de mira cuando, en 1912, al referirse al conflicto entre la ciencia y la religión, afirmó: “Se dice que la ciencia niega por principio la religión. Pero la religión existe; es un sistema de datos; en una palabra, es una realidad. ¿Cómo podría la ciencia negar una realidad? Además, en tanto que la religión es acción, en tanto que es un medio para hacer que los hombres vivan, la ciencia no puede sustituirla, pues si bien expresa la vida, no la crea; puede, sin duda, intentar dar una explicación de la fe, pero, por esa misma razón, la da por respuesta. No hay, pues, conflicto más que en un punto determinado. De las dos funciones que cumplía en un principio la religión hay una, pero sólo una, que cada vez más tiende a emanciparse de ella; se trata de la función especulativa”.
Continuamos citando a Durkheim: “Lo que la ciencia critica a la religión no es su derecho a existir sino el derecho que se arroga para dogmatizar sobre la naturaleza de las cosas, la especie de competencia especial que se atribuía en relación al conocimiento del hombre y del mundo. De hecho, ni siquiera se conoce a sí misma. No sabe de qué está hecha ni a qué necesidades responde. Ella misma es objeto de ciencia: ¡De ahí la imposibilidad de que dicte sus leyes sobre la ciencia! Y como, por otra parte, por fuera de la realidad a que se aplica la reflexión científica no existe ningún objeto que sea específico de la especulación religiosa, resulta evidente la imposibilidad de que cumpla en el futuro el mismo papel que en el pasado.”13
Si convenimos, por ejemplo, que Dios —su concepto— es un diamante en bruto, podríamos decir que lo que fundamentalmente nos interesa será conocer al máximo su material base —carbón puro fuertemente comprimido hasta formar una estructura cristalina compacta—, las condiciones de calor y presión que hicieron posible este tipo de cristalización y, en menor grado, las impurezas minerales que lo tiñen de uno u otro color. Todo lo demás será accesorio. Es cierto que el diamante en bruto no parece bello, pero también es obvio que la gema tallada no es auténtica desde el punto de vista de la realidad geológica.
Cuando el diamante en bruto pasa por la exfoliación, el desbaste, el tallado y el pulido, se obtiene una joya de brillo diamantino que, entre sus propiedades, adquiere un alto índice de difracción y dispersión —es decir capacidad de distorsión– a la vez que un gran poder evocador. Lo fundamental del diamante —su valor– se lo debemos a interacciones geológicas; lo accesorio —su fama y su precio— al tallador y al joyero. El que no cree en Dios y argumenta respecto de su posición de manera científica, viaja dentro de los límites de la geología psicosocial humana pero simultáneamente evita, en la medida de lo posible, detenerse en la contemplación de las mil facetas distorsionadoras talladas por las teologías.
Descartada la fe como vía de conocimiento, quedan abiertas todas las demás rutas pero ¿a qué disciplinas recurrir?, ¿cómo plantear la investigación?, ¿qué elementos son básicos y definitorios para establecer la presunta relación entre Dios y el ser humano?, ¿sobre qué pruebas materiales podemos construir argumentos sólidos? El camino es largo y complejo y cada quien puede comenzar su recorrido desde puntos muy diversos porque lo importante no es el inicio –las premisas— sino el final –las conclusiones—. Este ensayo refleja la aventura personal del autor desde el momento en el que se propuso encontrar algunas respuestas razonables a un abanico de hechos –determinantes para nuestra sociedad– que son aceptados sin más por la práctica totalidad de la gente, intentar llenar de contenido, de coherencia y sentido algunas de las cuestiones importantes que todos nos hemos planteado en numerosas ocasiones.
Dado que a Dios, a su concepto, sólo puede llegarse a través del ser humano y desde un ser humano —intente usted, si no, extraer conclusiones de una conversación sobre Dios mantenida entre dos sillas, dos geranios o dos gatos o entre cualquiera de ellos y su propietario humano— será indispensable intentar conocer con detalle muchos aspectos del pasado biológico, ecológico y social del ser humano y del proceso que conformó su estructura psíquica y sus expresiones culturales. Las primeras evidencias y preguntas a formular deberán llevarnos, por lo tanto, hasta el inicio de la evolución humana. En el proceso de hominización que nos diversificó de los primates se esconden muchas claves para poder descubrir cosas notables sobre Dios; y aunque no hayamos encontrado evidencia alguna acerca de cómo y por qué él nos creó, sí abundan las pruebas que testimonian cómo y por qué nosotros lo creamos a él.
Igual que el criminólogo intenta descubrir una identidad escondida investigando a partir de los restos hallados en la escena del crimen –un trozo de tela, una huella de zapato, una marca en el espejo del baño, una gota de sangre seca, residuos de saliva por ejemplo— así muchos antropólogos han tenido que rastrear entre miles de datos –acumulados, a su vez por paleoantropólogos, arqueólogos, mitólogos, historiadores, psicólogos, etc.— que, al unirse unos con otros, han mostrado una imagen coherente y razonable no sólo de la identidad escondida sino, mucho más importante aún, de todo el contexto psicosocial que la definió y la dotó de atributos y personalidad.
Después de adentrarse por los vericuetos de la evolución humana, uno ya no puede ver a sus semejantes de la misma forma. El ser humano deja de ser una “criatura de Dios” cuando se le ve a través del prodigioso proceso que nos diferenció de los monos arborícolas hasta hacernos tal como somos, llenos de fortaleza y de milagro pero rebosantes de dramática fragilidad.
Analizar el desarrollo del lenguaje articulado humano y comprobar la inimaginable fuerza que ha tenido el dominio de la palabra y del concepto para determinar nuestro pensamiento, nuestra visión del mundo y nuestra cultura, acaba rompiendo tantos esquemas preconcebidos que nos obliga a vernos a nosotros y nuestras creencias más fundamentales como el producto de un juego infantil en el que realidad y fantasía se confunden para materializar un ordenamiento universal del que difícilmente se logra salir. Darse cuenta de que los relatos imaginados por muchos niños pequeños para explicarse su procedencia o el origen del mundo y su funcionamiento, son sustancial y estructuralmente idénticos a las descripciones equivalentes que contienen los llamados textos sagrados, abre una preciosa puerta para comprender mejor el psiquismo del ser humano y sus comportamientos religiosos.
Evidenciar el proceso de elaboración del universo simbólico prehistórico, de los signos, mitos y ritos que aún constituyen la columna vertebral de las religiones actuales, conduce a conclusiones apasionantes acerca de las dinámicas de búsqueda de seguridad emocional del ser humano. Una reflexión en la que no debe quedar al margen la amplia prueba arqueológica de que la creencia en la supervivencia a la muerte pudo preceder en unos 60,000 años a cualquier elaboración conceptual sobre entes supremos o dioses.
El proceso de proponerse trazar las huellas de Dios, permite forjar una imagen sólida y coherente del ser humano y de sus creencias, de sus expectativas y sus temores pero, tal como cabría esperar, aquello que el hombre define bajo el concepto de “Dios” sólo se ha hecho evidente a través del reflejo de su mito, como si se tratase de una imagen que rebota en un espejo sin proceder, aparentemente, de ninguna parte.
Es probable que la causa de esta imagen esté dentro del propio espejo y no afuera, razón por la cual nadie ha podido verla jamás, ya que ningún humano —sin dejar de ser lo que es— puede convertirse él mismo en las partículas de sal de plata que constituyen la base reflectante de un espejo. Si Dios está dentro de nuestras partículas, como una imagen lo está en la plata del espejo, ¿cómo poder distinguirlo en medio del torrente casi infinito de emociones, sensaciones, pensamientos y conceptos que desfilan, hilvanados, a lo largo de un camino de matices que va y viene desde polos absolutamente opuestos?
Quizás la estructuración de las creencias en el ser humano tenga mucho que ver con uno de los evocadores pasajes que escribió Charles Dogson —diácono, profesor de matemática pura y escritor británico mejor conocido con el seudónimo de Lewis Carroll– en su segunda obra dedicada a la niña Alice Liddell, la deliciosa e inteligentísima narración A través del espejo (1871):
— ¡No puedo creer eso! —dijo Alicia.
— ¿De veras– dijo la Reina, con tono compasivo–. Inténtalo de nuevo: inhala profundamente y cierra los ojos.
Alicia rió.
—No tiene sentido intentarlo — contestó. Uno no puede creer en cosas imposibles.
— Me atrevo a decir que no tienes mucha práctica para ello— dijo la Reina.14
Cada cual puede extraer de este pasaje la conclusión que quiera porque la cuestión sigue siendo casi la misma: ¿quién tiene más práctica para creer en cosas imposibles, aquel que cree en la existencia de Dios a aquel que la niega?
En este sencillo trabajo, como en todos los otros textos que se han publicado desde que se inventó la escritura hace unos 5,000 años, no se demuestra nada concluyente acerca de la existencia o inexistencia de Dios ya que el objetivo del ensayo se ha limitado a especular acerca de cómo y por qué el concepto de “Dios” que proponen las religiones nació de la mente humana, se moldeó en función de nuestras ignorancias, temores y esperanzas para, finalmente, evolucionar manteniendo una relación directa con las necesidades de organización y control social, económico y político propias de cada cultura y momento histórico.
Sólo después de adjudicar a la evolución natural y al ser humano todo aquello que fue, es y será su obra podremos, de manera razonable, intentar encontrar a Dios en el resto, que, quizás siempre, seguirá siendo infinito. O tal vez no.
Os abraza fraternalmente
Jorge Ernesto Fuentes Aqueche M.·.M.·.
RLS José Martí No. 34, Ote.: de Guatemala
1 Big Bang, Gran Explosión, Gran Bang. Adelante en el texto se define más detalladamente el concepto.
2 El texto utilizado como consulta para el presente ensayo corresponde a la primera edición en inglés de Limusa-Wiley, New York, 1990.
3 La confrontación entre pensamiento científico y “fe” es algo que obsesiona al papa Wojtyla y que, de hecho, lo ha llevado a protagonizar una cruzada feroz contra el positivismo, que es poco menos que decir contra la reflexión basada en datos objetivos sólidos. Muchos de sus documentos públicos han atacado “los excesos y peligros del uso de la razón”. En su encíclica Veritatis splendor (Esplendor de la verdad) prohibió la reflexión teológica crítica dentro de la Iglesia, amordazando así a los pensadores católicos más lúcidos y brillantes de este siglo, que también son los más cercanos al mensaje evangélico frente al brutal alejamiento del mismo que caracteriza a la Iglesia dogmática oficial. En otra reciente encíclica, Fides et ratio (Fe y razón), el ataque del Papa en contra de la razón raya en lo patético. Al presentar Fides et ratio, el cardenal Ratzinger manifestó que “la universalidad del cristianismo procede de su pretensión de ser la verdad, y desaparece si desaparece la convicción de que la fe es la verdad. Pero la verdad es válida para todos y el cristianismo es válido para todos porque es verdadero”. Tan autorizada afirmación no sólo asienta lo frágil que es la “verdad” católica, basada sobre una convicción subjetiva, sino que postula que, justo por ser sujeto de duda, debe ser declarada verdad fuera de toda duda y con valor universal. A lo anterior añadió que la fe cristiana debe oponerse a aquellas filosofías o teorías “que excluyen la aptitud del hombre para conocer la verdad metafísica de las cosas (positivismo, materialismo, cienticismo, historicismo, problematicismo, relativismo y nihilismo)”, eso es que debe rechazar los enfoques fundamentales del pensamiento moderno, especialmente en todo aquello que cuestione su particular cosmovisión sustentada en la “fe”.
4 El lector interesado en esta fascinante temática puede leer Nueva guía de la Ciencia de Isaac Asimov, editorial Plaza Janes y, especialmente, The Dancing Wu Li Master por Gary Zukav, Bantam New Age, New York, 1999; obra que lamentablemente no he podido encontrar editada en español. El contenido de estos fascinantes libros lo deja a uno anonadado ante la inmensidad del Universo dentro del cual, y en un infinetisimalmente pequeño lugar llamado Tierra; transcurre nuestra efímera e intrascendente existencia terrenal.
5 En Stephen Hawking, op.cit.
6 La argumentación teleológica, que pretende demostrar la existencia de Dios basándose en el concepto de fin (télos en griego), fue postulada con fuerza por santo Tomás de Aquino, que la tomó de Averroes (y éste, a su vez, la había tomado del pensamiento griego: Anaxágoras, Plantón, Aristóteles, etc.). Dado que las cosas naturales, aunque carentes de inteligencia, aparecen todas ellas ordenadas en razón de un fin –afirmó Tomás de Aquino al proponer su “quinta vía”–, ello demuestra que debe de existir una inteligencia que las ordena así y que se plantea como fin supremo; dicho fin supremo es precisamente Dios. El filósofo británico David Hume (1711-1776), en su obra publicada póstumamente Diálogos sobre la religión natural (1779), refuta fácilmente el argumento teleológico por estar basado en analogías antropológicas (así como el orden de los materiales de una casa remite a un arquitecto inteligente, así el orden cósmico remite a la inteligencia divina) y porque la llamada finalidad natural (verdaderamente todo lo contrario de perfecta y “divina”) podría ser el producto casual y contingente de ciegas disposiciones materiales. También el filósofo alemán Enmanuel Kant (1724-1804) en su Crítica de la razón pura (1781), rechaza este argumento que él denomina “físico-teológico”. No obstante el enorme peso intelectual de los detractores del también llamado finalismo, entre los que figuran Galileo, Bacon, Descartes, Spinoza, etc. entre los defensores encontramos también personajes de la talla de Boyle, Newton o Leibniz. En el terreno biológico el finalismo acabó siendo barrido –formalmente al menos– por el evolucionismo darwiniano, pero sigue vigente en el pensamiento moderno alimentado por el concepto de “providencia divina” que aún postulan las grandes religiones monoteístas. Al lector interesado en ampliar estos temas le recomiendo leer La Historia de Sofía (una historia de la filosofía) obra muy amplia y detallada en la temática del desarrollo de las ideas filosóficas a lo largo de los siglos de existencia del humano.
7 c.f apéndice a la parte I de su Ethica more geometri demostrata (más conocida como Etica), obra comentada ampliamente en La Historia de Sofía mencionada en la nota anterior.
8 Citado en Broca´s Brain de Carl Sagan, Bantam Books, New York, 1979.
9 Citado en Uno y el Universo de Ernesto Sabato, Editorial Pericles, Bs.As. Argentina, 1970.
10 Ibídem 8.
11 Beiser, Robert. Física Cuántica, McGraw-Hill, México, 1972.
12 En Cosmos de Carl Sagan, Editorial Planeta, Madrid, 1982.
13 Durkheim, Emile. Las formas elementales de la vida religiosa., Editorial Akal, Madrid, 1992.
14 Carrol, Lewis. A través del espejo. Editorial Planeta, Madrid, 1998.
Autor/Origen: Jorge Ernesto Fuentes Aqueche M.·.M.·.
RLS José Martí No. 34, Ote.: de Guatemala
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