FRANCISCO ARIZA [1]
En su importante obra Hermetismo y Masonería, y más concretamente en el capítulo II titulado "Tradición Hermética y Masonería", Federico González afirma que entre los amigos de la Filosofía Hermético-Alquímica se suele decir
que el último gran Alquimista (y escritor sobre estos temas) fue Ireneo Filaleto en el siglo XVII. Esto es bastante exacto desde una perspectiva, sólo que no se advierte con toda claridad que a partir de esa fecha no se interrumpe esta Tradición hasta el presente, sino que se transforma, y muchísimas de sus enseñanzas y símbolos pasan a la Masonería, como transmisora del Arte Real y la Ciencia Sagrada, tanto en los tres grados básicos como en la jerarquía de los altos grados.
Estas palabras señalan con toda claridad que la antigua Masonería fue la receptora, a lo largo de todo ese período llamado de "transición", a caballo entre los siglos XVI y XVII, de un importante simbolismo hermético-alquímico, el cual va a ser decisivo para el surgimiento de la Masonería especulativa, la que se concretiza a comienzos del siglo XVIII. A partir de ese momento puede hablarse de un Hermetismo masónico que de alguna manera constituye el eje doctrinal que vertebra esa nueva Masonería, y que se conjuga perfectamente con la herencia de la antigua Masonería medieval, que continúa estando presente a través del importante simbolismo constructivo y las herramientas que le son inherentes, conservando también su forma y su estructura institucional a través de sus antiguos usos y costumbres.
Haciendo un paréntesis, debemos decir que las relaciones entre la Masonería y la Alquimia, o mejor la Tradición Hermético-Alquímica, vienen de muy antiguo, más allá incluso de la Edad Media, época en que los masones constructores realizan sus grandes obras en piedra, tanto iglesias románicas como catedrales góticas, pero también obras civiles, como castillos, palacios, etc., y por supuesto comienzan a construir los grandes centros urbanos de acuerdo a una estructura que habían heredado de los Collegia fabrorum romanos, y que se continuaría durante el Renacimiento, estructura que obedecía en sus trazos esenciales a una imitación del modelo cósmico, el cual también estaba reflejado en la catedral y la planta románica, y que se conjugaba con otras tradiciones mucho más antiguas que se remontaban incluso a la prehistoria, a los constructores megalíticos, y por supuesto, y principalmente, a la otra gran herencia venida de Oriente: la de los constructores del Templo de Salomón, o Templo de Jerusalén, mostrándose así el vínculo con la tradición judía, y más especialmente con su esoterismo, es decir con la Cábala. Añadiremos en este sentido que el diseño del Templo de Salomón, o mejor su estructura interior, y la Idea que la configuró, se plasmará también en la catedral cristiana, y desde luego formará parte de la arquitectura occidental a lo largo de todo el Renacimiento como una imagen de la Ciudad Celeste, siendo a partir del siglo XVIII que esa estructura, y esa Idea, pasará a formar parte de la Logia masónica.
Tanto en la herencia venida de los Collegia fabrorum, como en la que procedía del Templo de Salomón estaba presente la Tradición Hermética, que es propiamente hablando la Tradición de Occidente, pues reúne en su cuerpo simbólico y doctrinal el legado sapiencial greco-egipcio y romano, que se concentró especialmente en la Alejandría de los primeros siglos de nuestra era, dando como fruto, entre otras obras importantes, el Corpus Hermeticum, conjunto de libros y textos inspirados directamente por la deidad que da nombre a esta Tradición: Hermes Trismegisto, el Thot egipcio. Ese legado se nutrió también de las corrientes gnósticas, tanto cristianas como judías, y de todo ese conjunto de enseñanzas sustentadas en la Magia Natural, la Astrología y la Alquimia propias de las tradiciones milenarias venidas tanto de Oriente Próximo como de toda la cuenca mediterránea, herederas en realidad de una Ciencia Sagrada y una Tradición Unánime que ha estado presente en todos los pueblos, culturas y civilizaciones del mundo entero desde tiempo inmemorial.
No debe pues resultar extraño que en muchas de esas edificaciones, tanto medievales como renacentistas y otras posteriores, que manifestaban de manera palpable la "Harmonia Mundi" a través de una verdadera Geometría filosofal, aparezcan grabados en la piedra y otros materiales un sin fin de símbolos que hacen alusión a la Alquimia y a las distintas fases de la Gran Obra de la transmutación interior, y por supuesto la presencia por doquier de un simbolismo astrológico-astronómico que denotaba claramente el hecho de que los masones constructores y los alquimistas, astrólogos, magos y teúrgos realizaban su trabajo conjuntamente, pues en realidad todos ellos pertenecían a una misma "cadena áurea" que tiene en Hermes Trismegisto, Pitágoras y Platón sus "padres fundadores".
Precisamente esta noche queremos hablar de cómo efectivamente existe una clara correspondencia entre el simbolismo alquímico y el simbolismo masónico, sin entrar a desarrollar todo lo que el tema da de sí, que es desde luego muchísimo, sino tan sólo apuntar algunas ideas básicas que vienen dadas de forma natural con tan sólo meditar con cierta atención en el rico simbolismo alquímico y masónico. Evidentemente tampoco carecería de interés investigar cómo se gestó esa mutación que dio nacimiento a la Masonería moderna, cuáles fueron las influencias que, por ejemplo, sirvieron para que aquel o aquellos desconocidos autores masónicos del siglo XVIII elaboraran la leyenda de Hiram y el ritual del tercer grado tal cual ha llegado hasta nuestros días, que es esencial en toda la Masonería, pues no existe Rito que no tenga esa leyenda y ese ritual, aun con los matices y pequeñas diferencias que se quiera, formando parte de sus enseñanzas más elevadas y profundas.
En este sentido se ha señalado que el autor, o autores, de la leyenda de Hiram, tal cual se psicodramatiza en el ritual del tercer grado, es muy probable que se hubiera inspirado en una obra hermética del siglo XVII titulada Septimana Philosophica, del médico alquimista y rosacruz Michel Maier (autor asimismo de Atalanta Fugitiva, entre otras obras importantes), escrita en forma de diálogo y cuyos interlocutores son el rey Salomón, Hiram y la reina de Saba[2]. En este contexto surge también la figura de Tubalcaín, que según los Old Charges, o Antiguos Deberes, fue el inventor de la metalurgia y uno de los fundadores míticos de la Masonería junto a su hermana Noemá (inventora del arte del tejido), y sus hermanos Jabal (inventor de la Geometría) y Jubal (inventor de la Música). Tubalcaín, que tiene también un papel relevante en el ritual del tercer grado, aparece como un antepasado de Hiram y perteneciente como él a una tradición antiquísima relacionada con el Arte metalúrgico, y por tanto con evidentes vinculaciones con la Alquimia, que utiliza justamente el simbolismo metalúrgico, y el fuego a él inherente como elemento activo y transformador de la materia, para ejemplificar los procesos de transmutación y purificación interior. Y no deja de ser interesante, además, que este antepasado de Hiram, Tubalcaín, aparezca en ciertos textos alquímicos también del siglo XVII teniendo en sus manos la escuadra y el compás, herramientas masónicas por excelencia, recordando así al Rebis hermético de Basilio Valentino y Juan Daniel Mylius, el cual sostiene también en sus manos estas dos herramientas.
En fin, como decimos es este un tema sumamente interesante y que a los masones les brinda la excelente oportunidad de conocer más en profundidad su Venerable Tradición, heredera de los Antiguos Misterios, y cuyo lema más importante es aquella sentencia que ya figuraba en el frontispicio del templo de Apolo en Delfos: "Conócete a ti mismo". Diremos que ese Conocimiento es gradual y necesita de una didáctica y una enseñanza que viene dada efectivamente a través del recorrido por los tres grados masónicos: aprendiz, compañero y maestro, los cuales sintetizan en realidad todos los grados iniciáticos, los llamados altos grados, que recogen también numerosas enseñanzas herméticas y alquímicas, y nos hacen ver que en realidad, y como dejábamos vislumbrar anteriormente, la Masonería actual forma parte integrante de la Tradición Hermética, y reproduce a través del desarrollo de todos sus grados las etapas de la Gran Obra Alquímica, análoga igualmente al proceso de creación del Cosmos, como más adelante veremos.
Por otro lado esta expresión, "Conócete a ti mismo", encierra todo el sentido de la Masonería como vía iniciática, palabra que como todos Uds. saben indica la aspiración en el hombre de emprender o iniciar el camino hacia la búsqueda de su verdadera identidad, de su auténtico "Yo", o como se dice en la tradición hindú, de su auténtico Sí Mismo. Para la Masonería el ser humano, en su estado ordinario, o "profano", no se conoce apenas, no sabe quién es en realidad, de tal manera que en ese estado vive una existencia completamente "exterior" a lo que es su verdadera Esencia, aquella que en la Masonería recibe el nombre de Gran Arquitecto del Universo. Recordemos que la palabra "profano" quiere decir "fuera del templo", aludiendo el templo a la "casa del Padre", es decir el lugar de nuestro origen, la tierra nutricia espiritual, la patria celeste, o la Logia de "lo Alto" de que se habla en la Masonería, que un día abandonamos porque sobrevino en nosotros el olvido, esa terrible enfermedad del alma que se cura invocando a la Memoria, a Mnemósyne, que los griegos consideraban una diosa.
A los que emprendían ese camino, el camino del autoconocimiento, antiguamente se les llamaba "peregrinos", o "extranjeros" que viene a ser lo mismo, y recorrían los senderos del mundo y de la vida como un símbolo de su viaje interior hacia la "casa del Padre", siendo precisamente las etapas de ese viaje el proceso que iba señalando la recuperación de su memoria arquetípica. Esto que decimos no es una licencia más o menos poética, sino una realidad recurrente en la vida del hombre desde siempre y que se puede expresar como queramos, pero que tiene que ver con la asunción de un hecho incontestable: la fragilidad de la existencia humana, la percepción clara de que verdaderamente nuestro paso por la vida es justamente eso: un pasaje, un tránsito entre nuestro nacimiento y nuestra muerte, y es bajo la denominación de "pasantes" como también se denominaban antiguamente a los constructores que viajaban de ciudad en ciudad dejando en la piedra las huellas de su Arte Real.
De hecho, y si reparamos en ello con cierta atención, la existencia misma de cualquier cosa o ser tiene algo de ilusorio y de evanescente, que le viene de su propia "provisionalidad", de "estar de paso", y así nos lo hacen ver las enseñanzas iniciáticas y esotéricas de cualquier tradición. Pero precisamente el darse cuenta de este hecho, con todo lo que significa, nos empuja a buscar el sentido de nuestra propia existencia, es decir su razón de ser, el principio del que ella depende y que evidentemente no ha de estar fuera de nosotros, pues si fuera así ni tan siquiera nos formularíamos la pregunta fundamental y con la que en realidad da comienzo la búsqueda hacia la verdadera identidad: ¿quién soy?
¡Oídme, poderosos liberadores! (exclama el neoplatónico Proclo a los dioses en su Himno IV). Concededme, por la comprensión de los libros divinos y disipando la tiniebla que me rodea, una luz pura y santa a fin de que pueda comprender con claridad al Dios incorruptible y también al hombre que yo soy.
Es innegable que la respuesta a esa pregunta sobre nuestra identidad tiene que venir a través de lo que Platón denomina la anamnesis, la "reminiscencia", o sea "el recuerdo de sí", que puede irse dando poco a poco, o de una vez por todas, o combinando ambas experiencias, pues de hecho es así como ocurre en realidad, ya que la "revelación es coetánea con el tiempo", y esa posibilidad siempre viene dada por la gracia de Mnemósyne, y de sus hijas las Musas, las que inspiran en el "peregrino" su canto liberador y le hacen partícipe del misterio y la armonía del Cosmos. Cuenta Platón que el alma humana al venir a este mundo "olvida" cuál es su verdadero origen, y como consecuencia de ello queda encerrada en la "esfera sublunar", o mundo inferior, en donde vive como en un sueño con los ojos vendados a la verdadera realidad. A esto precisamente se refiere también Platón con el famoso mito de la caverna: todo lo que en ella acontece es un reflejo de una realidad más alta, de donde procede la luz que ilumina esa caverna, la cual es evidentemente una imagen simbólica de nuestro mundo, y en consecuencia de la existencia que llevamos dentro de él.
Pues bien, a despertar de ese sueño, a escapar de ese mundo y de esa existencia que no tiene en sí misma su realidad y su razón de ser, viene a socorrernos la Filosofía, la auténtica Filosofía, la que hace honor al significado verdadero de su nombre: "Amor a la Sabiduría". Ese amor, o esa filiación, es un estado de la conciencia propio del ser humano, y está en todos nosotros, sólo que como estamos completamente volcados hacia el exterior, hacia "fuera de nosotros mismos", no lo percibimos como algo propio y que nos pertenece por el hecho de haber nacido humanos, como lo único, en fin, que puede arrancarnos esa venda que nos cubre los ojos, y que es como un embeleso enraizado en el mundo de los sentidos, el "velo de Maya", la ilusión de lo relativo, lo impermanente y lo condicionado.
Amar la Sabiduría implica pues una aspiración denodada y sin tregua alguna hacia el Conocimiento, hacia la Gnosis, lo que supone pasar del exterior, o del mundo de las apariencias, hacia el interior, al mundo de la realidad. De la periferia de la rueda hacia su centro, que es precisamente el que da todo su sentido a la rueda y a su movimiento, vale decir a nuestra existencia en este mundo, que sin ese centro, sin su Esencia, no existiría. Ir del exterior hacia el interior, de la representación a la realidad, supone efectivamente seguir un camino, una vía, un radio, y eso no es otra cosa que nuestra "recta intención", nuestro querer "ser", que es lo mismo que orientarnos "en la dirección que señala la luz", como se dice en lenguaje masónico. Se trata en definitiva de pasar de una lectura exterior de las cosas, del mundo y de nosotros mismos, a una lectura interior, más acorde con lo que constituye la razón de ser de esas mismas cosas, del mundo y de nosotros. "Leer interiormente" es lo que quiere decir precisamente la palabra inteligencia, que es, al igual que Mnemósyne (la Memoria), o la misma Sabiduría, el nombre de una diosa: la diosa Inteligencia, aquella que como dice Federico González en varios lugares de su obra, y más concretamente en Simbolismo y Arte (libro que tuvimos ocasión de presentar aquí mismo junto a otros miembros del Centro de Estudios de Simbología de Barcelona), es
una energía capaz de seleccionar los valores y ponerlos en su lugar creando un orden mental en oposición al caos de la ignorancia. De allí la importancia del modelo del Universo y su Orden Arquetípico, o sea de la doctrina y su encarnación puesto que es capaz de activar y generar el auxilio de esta deidad, la que siempre se manifiesta en el microcosmos como la comprensión inmediata, efectivizada en el corazón.[3]
Ese Amor a la Sabiduría es lo que se practica en los talleres masónicos, y hace de los hermanos masones verdaderos filósofos cuyo aprendizaje en el "recuerdo de sí", o sea en el reconocimiento de su identidad más verdadera y profunda, es constante y permanente, y les va dando una dimensión cada más amplia y universal de sí mismos, lo cual es inversamente proporcional al abandono de sus superficialidades, que son aquellos metales impuros, o aristas de la "piedra bruta" que con paciencia y perseverancia, dos virtudes muy alabadas por los alquimistas y masones de todos los tiempos, han de ser pulidas por las herramientas del mazo y el cincel, símbolos respectivos de la voluntad y la recta intención que la dirige y con la que se conjuga.
En el lenguaje de los símbolos (que los trovadores medievales llamaban "la lengua de oc" –languedoc– o el "lenguaje de los pájaros") el corazón es precisamente la sede de la inteligencia, no de la inteligencia racional, que según el mismo lenguaje simbólico estaría ubicada en el cerebro, y que es dual por naturaleza, sino de la inteligencia superior, o de la intuición intelectual, aquella que tiende hacia la síntesis por la reunión de los contrarios, y que es como un sexto sentido que tiene el hombre, el microcosmos, para "descubrir" esos otros estados más sutiles que están en nuestro interior, y que al igual que los radios de la rueda o de la circunferencia nos ponen en comunicación directa (o sea la "comprensión inmediata" de que habla Federico González) con nuestro verdadero "Yo", o Sí Mismo.
Pero en el "descubrimiento" de esa facultad superior inherente a la naturaleza humana es muy importante, en efecto, conocer el modelo del Universo, que nos habla de un Orden Arquetípico, de una Cosmogonía; y no sólo eso, sino que dicho conocimiento, para ser comprendido en toda su integridad, ha de "encarnarse" y vivirse como tal, es decir que ha de ser realmente transformador y operativo, y no una mera especulación teórica que por muchos "saberes" que acumule nunca podrá llevarnos más allá del umbral o de la periferia de la rueda, en ese punto donde realmente comienza el viaje hacia el centro de nuestro ser, el cual se vive, volvemos a repetir, como un retorno a la "casa del Padre".
Ese retorno tan sólo es posible a través de un Arte que la Masonería llama "Arte Real", idéntico a la Gran Obra alquímica, Obra que es la que el hombre puede realizar consigo mismo en su interior, y cuyo proceso creativo como dijimos al principio es análogo a la creación misma del Cosmos, ya que hay una identidad entre el hombre y el Universo, entre el microcosmos y el macrocosmos, de tal manera que existe una relación constante y permanente entre uno y otro, es decir que el conocimiento de sí se interrelaciona con el conocimiento del mundo, conformando ambos un todo unitario, "una sola y única cosa maravillosa", verdadero objetivo de la Gran Obra, como dicen los textos herméticos según la fórmula de la Tabla de Esmeralda: "Lo que está arriba es como lo que está abajo, y lo que está abajo es como lo que está arriba, para hacer la maravilla de una cosa única". A esto alude sin duda alguna el conocido sello de Salomón, que como saben son dos triángulos entrelazados, siendo el uno el reflejo del otro.
Tú te crees una nada y es en ti en quien reside el mundo,
nos recuerda en este sentido René Guénon[4] citando al filósofo Avicena.
Y así como el orden cósmico, el Mundo, según los relatos mitológicos de todas las tradiciones de la humanidad, surgió del caos de las tinieblas primigenias, también ese proceso interior que el hombre realiza consigo mismo surge a partir del "caos de nuestra ignorancia", como decía Federico González en la nota citada. Según la Alquimia, en ese "caos" están en potencia y sin desarrollar todas nuestras virtudes y cualidades, y es gracias al Arte de la transmutación que ese "caos" comienza poco a poco a ordenarse, es decir a actualizarse, recibiendo la luz de la Inteligencia, análoga al Fiat Lux ("Hágase la Luz") que iluminó las tinieblas precósmicas.
Por eso justamente la iniciación se concibe como una "iluminación" interior, y la expresión "dar a luz", que se refiere al nacimiento carnal, es exactamente lo mismo que "dar la luz", tal cual se realiza durante el rito de la iniciación masónica, y en cualquier iniciación al Conocimiento pues se trata de un arquetipo universal, con lo cual se establece una correspondencia entre el nacimiento físico y el nacimiento espiritual. La misma palabra "neófito" con que se designaba al recién iniciado en los antiguos Misterios de Eleusis, y también en la Alquimia y en la Masonería, quiere decir tanto "nueva planta" como "nuevo nacido". Y todo esto está vinculado con la propia palabra Conocimiento, que es realmente un "co-nacimiento", un volver a nacer nuevamente. En este sentido cualquier conocimiento relacionado con estas ideas es sin duda alguna un nacimiento a una realidad otra, con lo que el campo de nuestra visión del mundo y de nosotros mismos se amplía y se hace más verdaderamente universal.
Por eso mismo no se ilumina, no se despierta o no se nace, sino a aquello que el ser ya posee dentro de sí, pues como dice también Platón: "Todo lo que el hombre aprende ya está en él". De ahí que la vía alquímica y masónica sea un proceso de estricta realización personal, y todos los medios o ayudas que vienen del exterior contribuyen de hecho a facilitar ese despertar y ese nacimiento, pero teniendo siempre en cuenta que son sólo ayudas, o soportes, o vehículos, para iniciar y comenzar ese proceso, y que incluso pueden servirnos durante un largo trayecto del camino, pero finalmente, y como se dice en los textos alquímicos, a "quien no comprende por sí mismo, nunca nadie podrá hacérselo comprender, hiciere lo que hiciere".
Los soportes más importantes, y podríamos decir prácticamente que los únicos, son los símbolos y la alta Enseñanza que se deriva de ellos, teniendo en cuenta que los símbolos iniciáticos han sido especialmente diseñados para cumplir esa función didáctica, y están "cargados", si se nos permite la expresión, de influjos espirituales, o, si se prefiere, de ideas-fuerza, que ellos mismos transmiten bajo sus formas y modos respectivos, y que convenientemente estimulados por nuestro estudio, meditación y concentración, nos comunican y nos hacen partícipes de su contenido, el cual una vez ha sido comprendido, lo incorporamos y hacemos plenamente nuestro, es decir que nos identificamos con la idea que revelan, o dicho de otra manera: devenimos esa idea misma, pues como dice Aristóteles, y confirman las experiencias de todos los que lo han vivido, y lo viven, "el ser es lo que conoce", es decir que hay una identidad entre ser y conocer: uno es lo que conoce. Por eso mismo es tan importante el conocimiento de ese Orden Arquetípico, que es la Cosmogonía, pues en la medida en que dicho conocimiento se hace en nosotros por su comprensión, y teniendo siempre presente las correspondencias y analogías entre el macrocosmos y el microcosmos, nuestra conciencia se universaliza al aflorar en ella otros estados de una naturaleza mucho más sutil, y que hasta ese momento eran completamente desconocidos aun formando parte de nosotros mismos. Esa "floración" es lo que en el tantrismo hindú se denomina el "despertar de los chakras", palabra que quiere decir "ruedas", y que son efectivamente estados de nuestra conciencia que yacen dormidos hasta que son despertados por la energía espiritual (una de cuyas expresiones es la pasión por el Conocimiento), a la que podemos relacionar con el azufre alquímico, fuerza divina que yace en el centro de nuestro ser, o también con el mazo y el cincel masónicos, cuya acción conjunta sobre la "piedra bruta" hacen posible la transformación de ésta en piedra cúbica.
Ese despertar de los centros sutiles nos permite ir ascendiendo peldaño a peldaño, escalón tras escalón, por la "escala filosófica" que une la tierra con el cielo, hasta llegar a concebir, y en consecuencia vivir, la idea de la Unidad, del Sí Mismo, que constituye la "clave de bóveda" o "piedra angular", idéntica a la "piedra filosofal" de la Alquimia, de todo el Edificio Cósmico y por supuesto del ser humano, que vive así la plenitud de una existencia no circunscrita ya sólo a su individualidad, pues ésta ha sido trasmutada por la gradual identificación con lo universal por medio de su conocimiento y la identidad con él.
Entonces aquella existencia que estaba sujeta a lo ilusorio y evanescente de que hablábamos más arriba, cobra aquí todo su sentido y pasa a ser el soporte permanente de esa transmutación, que es una sucesión constante de muertes y nacimientos, o dicho en lenguaje alquímico, de disoluciones y coagulaciones, que van "afinando" el "compuesto" humano hasta hacerlo "simple", o sea "no compuesto ni doble", semejante a una semilla o un germen, lo cual evoca claramente la parábola evangélica del "grano de mostaza" (Mateo XIII, 31-32): "Semejante es el Reino de los Cielos a un granito de mostaza, que tomándolo un hombre lo sembró en su campo; el cual es la más pequeña de todas las semillas, mas cuando se ha desarrollado es mayor que las hortalizas, y se hace un árbol, de modo que vienen las aves del cielo y anidan en sus ramas". O este otro texto de los libros sagrados de la India, que dice lo siguiente: "Este Âtmâ (el Gran Espíritu), que reside en el corazón, es más pequeño que un grano de arroz, más pequeño que un grano de cebada, más pequeño que un grano de mostaza, más pequeño que un grano de mijo, más pequeño que el germen que está en un grano de mijo; este Âtmâ, que reside en el corazón, es también más grande que la tierra, más grande que la atmósfera, más grande que el cielo, más grande que todos los mundos en conjunto".
El grano de mostaza, como otros ejemplos semejantes, es evidentemente una imagen simbólica de la Unidad misma, que no tiene compuesto ni doble, por eso es la Unidad, y que en nuestro mundo aparece como lo más pequeño, pero que en sí misma es lo más grande, pues todo lo contiene, y al mismo tiempo está contenida en todo. De ahí el ejemplo de la semilla o germen, que es precisamente en lo que ha de convertirse el candidato a recibir la "luz" de la Inteligencia, para lo cual necesita purificarse de todo cuanto no es él mismo, es decir necesita pasar por la prueba de los elementos, que es otra herencia que la Masonería recibe de la Alquimia, y cuyo fin no es otro que llevarlo a un estado completamente receptivo a la "luz" de la Inteligencia.
En este sentido, es interesante señalar que los cuatro elementos alquímicos, más el quinto que es el éter o "quintaesencia", tienen su correspondencia con el simbolismo constructivo, en concreto con las cuatro piedras de fundación situadas en las cuatro esquinas o ángulos de base de un edificio más la quinta piedra, la cual no está en el mismo plano o nivel de las otras cuatro sino que propiamente constituye el "quinto ángulo", o "piedra angular", situada en la sumidad del edificio, y desde la cual toda la construcción aparece como la "proyección" o "emanación" de esa misma piedra, es decir que la construcción en sí cobra realidad a partir de ella, de lo que realmente ésta significa como representación de la Unidad metafísica. Y si esto es así en el simbolismo constructivo propio de la Masonería también lo es en el alquímico, en el que dicha construcción no es otra cosa que la que se realiza en el alma humana a base de transmutaciones y purificaciones constantes y permanentes hasta lograr su total identificación con la Unidad que reside en el centro o "quintaesencia" de ella misma, y que es ella misma: "Quien se conoce a sí mismo conoce a su Señor", es también una máxima de la Tradición Unánime.
El "viaje" por los elementos que realiza el postulante a recibir la iniciación masónica se vive innumerables veces a lo largo de su vida. Podríamos decir que es toda la vida la que está involucrada en ello, pues dichos viajes se viven a distintos niveles de comprensión al no ser los elementos, desde el punto de vista alquímico, sino estados del Ser Universal, y por lo tanto del ser individual. Si tomamos el ejemplo del Arbol de la Vida cabalístico, vemos que en cada uno de sus cuatro planos: Asiah, Yetsirah, Beriah y Atsiluth (relacionados también con los cuatro elementos) existe un Arbol entero, al que hay que recorrer desde el comienzo hasta el final, lo que conforma un ciclo, acabado el cual comienza otro en la escala evolutiva de nuestra conciencia, que va así de la periferia al centro, es decir a la quintaesencia, a la Unidad, en sí misma y más allá de la cual cualquier idea de "viaje" o de "búsqueda" tal y como se consideraba hasta entonces carece ya de todo sentido.
En su importante obra Hermetismo y Masonería, y más concretamente en el capítulo II titulado "Tradición Hermética y Masonería", Federico González afirma que entre los amigos de la Filosofía Hermético-Alquímica se suele decir
que el último gran Alquimista (y escritor sobre estos temas) fue Ireneo Filaleto en el siglo XVII. Esto es bastante exacto desde una perspectiva, sólo que no se advierte con toda claridad que a partir de esa fecha no se interrumpe esta Tradición hasta el presente, sino que se transforma, y muchísimas de sus enseñanzas y símbolos pasan a la Masonería, como transmisora del Arte Real y la Ciencia Sagrada, tanto en los tres grados básicos como en la jerarquía de los altos grados.
Estas palabras señalan con toda claridad que la antigua Masonería fue la receptora, a lo largo de todo ese período llamado de "transición", a caballo entre los siglos XVI y XVII, de un importante simbolismo hermético-alquímico, el cual va a ser decisivo para el surgimiento de la Masonería especulativa, la que se concretiza a comienzos del siglo XVIII. A partir de ese momento puede hablarse de un Hermetismo masónico que de alguna manera constituye el eje doctrinal que vertebra esa nueva Masonería, y que se conjuga perfectamente con la herencia de la antigua Masonería medieval, que continúa estando presente a través del importante simbolismo constructivo y las herramientas que le son inherentes, conservando también su forma y su estructura institucional a través de sus antiguos usos y costumbres.
Haciendo un paréntesis, debemos decir que las relaciones entre la Masonería y la Alquimia, o mejor la Tradición Hermético-Alquímica, vienen de muy antiguo, más allá incluso de la Edad Media, época en que los masones constructores realizan sus grandes obras en piedra, tanto iglesias románicas como catedrales góticas, pero también obras civiles, como castillos, palacios, etc., y por supuesto comienzan a construir los grandes centros urbanos de acuerdo a una estructura que habían heredado de los Collegia fabrorum romanos, y que se continuaría durante el Renacimiento, estructura que obedecía en sus trazos esenciales a una imitación del modelo cósmico, el cual también estaba reflejado en la catedral y la planta románica, y que se conjugaba con otras tradiciones mucho más antiguas que se remontaban incluso a la prehistoria, a los constructores megalíticos, y por supuesto, y principalmente, a la otra gran herencia venida de Oriente: la de los constructores del Templo de Salomón, o Templo de Jerusalén, mostrándose así el vínculo con la tradición judía, y más especialmente con su esoterismo, es decir con la Cábala. Añadiremos en este sentido que el diseño del Templo de Salomón, o mejor su estructura interior, y la Idea que la configuró, se plasmará también en la catedral cristiana, y desde luego formará parte de la arquitectura occidental a lo largo de todo el Renacimiento como una imagen de la Ciudad Celeste, siendo a partir del siglo XVIII que esa estructura, y esa Idea, pasará a formar parte de la Logia masónica.
Tanto en la herencia venida de los Collegia fabrorum, como en la que procedía del Templo de Salomón estaba presente la Tradición Hermética, que es propiamente hablando la Tradición de Occidente, pues reúne en su cuerpo simbólico y doctrinal el legado sapiencial greco-egipcio y romano, que se concentró especialmente en la Alejandría de los primeros siglos de nuestra era, dando como fruto, entre otras obras importantes, el Corpus Hermeticum, conjunto de libros y textos inspirados directamente por la deidad que da nombre a esta Tradición: Hermes Trismegisto, el Thot egipcio. Ese legado se nutrió también de las corrientes gnósticas, tanto cristianas como judías, y de todo ese conjunto de enseñanzas sustentadas en la Magia Natural, la Astrología y la Alquimia propias de las tradiciones milenarias venidas tanto de Oriente Próximo como de toda la cuenca mediterránea, herederas en realidad de una Ciencia Sagrada y una Tradición Unánime que ha estado presente en todos los pueblos, culturas y civilizaciones del mundo entero desde tiempo inmemorial.
No debe pues resultar extraño que en muchas de esas edificaciones, tanto medievales como renacentistas y otras posteriores, que manifestaban de manera palpable la "Harmonia Mundi" a través de una verdadera Geometría filosofal, aparezcan grabados en la piedra y otros materiales un sin fin de símbolos que hacen alusión a la Alquimia y a las distintas fases de la Gran Obra de la transmutación interior, y por supuesto la presencia por doquier de un simbolismo astrológico-astronómico que denotaba claramente el hecho de que los masones constructores y los alquimistas, astrólogos, magos y teúrgos realizaban su trabajo conjuntamente, pues en realidad todos ellos pertenecían a una misma "cadena áurea" que tiene en Hermes Trismegisto, Pitágoras y Platón sus "padres fundadores".
Precisamente esta noche queremos hablar de cómo efectivamente existe una clara correspondencia entre el simbolismo alquímico y el simbolismo masónico, sin entrar a desarrollar todo lo que el tema da de sí, que es desde luego muchísimo, sino tan sólo apuntar algunas ideas básicas que vienen dadas de forma natural con tan sólo meditar con cierta atención en el rico simbolismo alquímico y masónico. Evidentemente tampoco carecería de interés investigar cómo se gestó esa mutación que dio nacimiento a la Masonería moderna, cuáles fueron las influencias que, por ejemplo, sirvieron para que aquel o aquellos desconocidos autores masónicos del siglo XVIII elaboraran la leyenda de Hiram y el ritual del tercer grado tal cual ha llegado hasta nuestros días, que es esencial en toda la Masonería, pues no existe Rito que no tenga esa leyenda y ese ritual, aun con los matices y pequeñas diferencias que se quiera, formando parte de sus enseñanzas más elevadas y profundas.
En este sentido se ha señalado que el autor, o autores, de la leyenda de Hiram, tal cual se psicodramatiza en el ritual del tercer grado, es muy probable que se hubiera inspirado en una obra hermética del siglo XVII titulada Septimana Philosophica, del médico alquimista y rosacruz Michel Maier (autor asimismo de Atalanta Fugitiva, entre otras obras importantes), escrita en forma de diálogo y cuyos interlocutores son el rey Salomón, Hiram y la reina de Saba[2]. En este contexto surge también la figura de Tubalcaín, que según los Old Charges, o Antiguos Deberes, fue el inventor de la metalurgia y uno de los fundadores míticos de la Masonería junto a su hermana Noemá (inventora del arte del tejido), y sus hermanos Jabal (inventor de la Geometría) y Jubal (inventor de la Música). Tubalcaín, que tiene también un papel relevante en el ritual del tercer grado, aparece como un antepasado de Hiram y perteneciente como él a una tradición antiquísima relacionada con el Arte metalúrgico, y por tanto con evidentes vinculaciones con la Alquimia, que utiliza justamente el simbolismo metalúrgico, y el fuego a él inherente como elemento activo y transformador de la materia, para ejemplificar los procesos de transmutación y purificación interior. Y no deja de ser interesante, además, que este antepasado de Hiram, Tubalcaín, aparezca en ciertos textos alquímicos también del siglo XVII teniendo en sus manos la escuadra y el compás, herramientas masónicas por excelencia, recordando así al Rebis hermético de Basilio Valentino y Juan Daniel Mylius, el cual sostiene también en sus manos estas dos herramientas.
En fin, como decimos es este un tema sumamente interesante y que a los masones les brinda la excelente oportunidad de conocer más en profundidad su Venerable Tradición, heredera de los Antiguos Misterios, y cuyo lema más importante es aquella sentencia que ya figuraba en el frontispicio del templo de Apolo en Delfos: "Conócete a ti mismo". Diremos que ese Conocimiento es gradual y necesita de una didáctica y una enseñanza que viene dada efectivamente a través del recorrido por los tres grados masónicos: aprendiz, compañero y maestro, los cuales sintetizan en realidad todos los grados iniciáticos, los llamados altos grados, que recogen también numerosas enseñanzas herméticas y alquímicas, y nos hacen ver que en realidad, y como dejábamos vislumbrar anteriormente, la Masonería actual forma parte integrante de la Tradición Hermética, y reproduce a través del desarrollo de todos sus grados las etapas de la Gran Obra Alquímica, análoga igualmente al proceso de creación del Cosmos, como más adelante veremos.
Por otro lado esta expresión, "Conócete a ti mismo", encierra todo el sentido de la Masonería como vía iniciática, palabra que como todos Uds. saben indica la aspiración en el hombre de emprender o iniciar el camino hacia la búsqueda de su verdadera identidad, de su auténtico "Yo", o como se dice en la tradición hindú, de su auténtico Sí Mismo. Para la Masonería el ser humano, en su estado ordinario, o "profano", no se conoce apenas, no sabe quién es en realidad, de tal manera que en ese estado vive una existencia completamente "exterior" a lo que es su verdadera Esencia, aquella que en la Masonería recibe el nombre de Gran Arquitecto del Universo. Recordemos que la palabra "profano" quiere decir "fuera del templo", aludiendo el templo a la "casa del Padre", es decir el lugar de nuestro origen, la tierra nutricia espiritual, la patria celeste, o la Logia de "lo Alto" de que se habla en la Masonería, que un día abandonamos porque sobrevino en nosotros el olvido, esa terrible enfermedad del alma que se cura invocando a la Memoria, a Mnemósyne, que los griegos consideraban una diosa.
A los que emprendían ese camino, el camino del autoconocimiento, antiguamente se les llamaba "peregrinos", o "extranjeros" que viene a ser lo mismo, y recorrían los senderos del mundo y de la vida como un símbolo de su viaje interior hacia la "casa del Padre", siendo precisamente las etapas de ese viaje el proceso que iba señalando la recuperación de su memoria arquetípica. Esto que decimos no es una licencia más o menos poética, sino una realidad recurrente en la vida del hombre desde siempre y que se puede expresar como queramos, pero que tiene que ver con la asunción de un hecho incontestable: la fragilidad de la existencia humana, la percepción clara de que verdaderamente nuestro paso por la vida es justamente eso: un pasaje, un tránsito entre nuestro nacimiento y nuestra muerte, y es bajo la denominación de "pasantes" como también se denominaban antiguamente a los constructores que viajaban de ciudad en ciudad dejando en la piedra las huellas de su Arte Real.
De hecho, y si reparamos en ello con cierta atención, la existencia misma de cualquier cosa o ser tiene algo de ilusorio y de evanescente, que le viene de su propia "provisionalidad", de "estar de paso", y así nos lo hacen ver las enseñanzas iniciáticas y esotéricas de cualquier tradición. Pero precisamente el darse cuenta de este hecho, con todo lo que significa, nos empuja a buscar el sentido de nuestra propia existencia, es decir su razón de ser, el principio del que ella depende y que evidentemente no ha de estar fuera de nosotros, pues si fuera así ni tan siquiera nos formularíamos la pregunta fundamental y con la que en realidad da comienzo la búsqueda hacia la verdadera identidad: ¿quién soy?
¡Oídme, poderosos liberadores! (exclama el neoplatónico Proclo a los dioses en su Himno IV). Concededme, por la comprensión de los libros divinos y disipando la tiniebla que me rodea, una luz pura y santa a fin de que pueda comprender con claridad al Dios incorruptible y también al hombre que yo soy.
Es innegable que la respuesta a esa pregunta sobre nuestra identidad tiene que venir a través de lo que Platón denomina la anamnesis, la "reminiscencia", o sea "el recuerdo de sí", que puede irse dando poco a poco, o de una vez por todas, o combinando ambas experiencias, pues de hecho es así como ocurre en realidad, ya que la "revelación es coetánea con el tiempo", y esa posibilidad siempre viene dada por la gracia de Mnemósyne, y de sus hijas las Musas, las que inspiran en el "peregrino" su canto liberador y le hacen partícipe del misterio y la armonía del Cosmos. Cuenta Platón que el alma humana al venir a este mundo "olvida" cuál es su verdadero origen, y como consecuencia de ello queda encerrada en la "esfera sublunar", o mundo inferior, en donde vive como en un sueño con los ojos vendados a la verdadera realidad. A esto precisamente se refiere también Platón con el famoso mito de la caverna: todo lo que en ella acontece es un reflejo de una realidad más alta, de donde procede la luz que ilumina esa caverna, la cual es evidentemente una imagen simbólica de nuestro mundo, y en consecuencia de la existencia que llevamos dentro de él.
Pues bien, a despertar de ese sueño, a escapar de ese mundo y de esa existencia que no tiene en sí misma su realidad y su razón de ser, viene a socorrernos la Filosofía, la auténtica Filosofía, la que hace honor al significado verdadero de su nombre: "Amor a la Sabiduría". Ese amor, o esa filiación, es un estado de la conciencia propio del ser humano, y está en todos nosotros, sólo que como estamos completamente volcados hacia el exterior, hacia "fuera de nosotros mismos", no lo percibimos como algo propio y que nos pertenece por el hecho de haber nacido humanos, como lo único, en fin, que puede arrancarnos esa venda que nos cubre los ojos, y que es como un embeleso enraizado en el mundo de los sentidos, el "velo de Maya", la ilusión de lo relativo, lo impermanente y lo condicionado.
Amar la Sabiduría implica pues una aspiración denodada y sin tregua alguna hacia el Conocimiento, hacia la Gnosis, lo que supone pasar del exterior, o del mundo de las apariencias, hacia el interior, al mundo de la realidad. De la periferia de la rueda hacia su centro, que es precisamente el que da todo su sentido a la rueda y a su movimiento, vale decir a nuestra existencia en este mundo, que sin ese centro, sin su Esencia, no existiría. Ir del exterior hacia el interior, de la representación a la realidad, supone efectivamente seguir un camino, una vía, un radio, y eso no es otra cosa que nuestra "recta intención", nuestro querer "ser", que es lo mismo que orientarnos "en la dirección que señala la luz", como se dice en lenguaje masónico. Se trata en definitiva de pasar de una lectura exterior de las cosas, del mundo y de nosotros mismos, a una lectura interior, más acorde con lo que constituye la razón de ser de esas mismas cosas, del mundo y de nosotros. "Leer interiormente" es lo que quiere decir precisamente la palabra inteligencia, que es, al igual que Mnemósyne (la Memoria), o la misma Sabiduría, el nombre de una diosa: la diosa Inteligencia, aquella que como dice Federico González en varios lugares de su obra, y más concretamente en Simbolismo y Arte (libro que tuvimos ocasión de presentar aquí mismo junto a otros miembros del Centro de Estudios de Simbología de Barcelona), es
una energía capaz de seleccionar los valores y ponerlos en su lugar creando un orden mental en oposición al caos de la ignorancia. De allí la importancia del modelo del Universo y su Orden Arquetípico, o sea de la doctrina y su encarnación puesto que es capaz de activar y generar el auxilio de esta deidad, la que siempre se manifiesta en el microcosmos como la comprensión inmediata, efectivizada en el corazón.[3]
Ese Amor a la Sabiduría es lo que se practica en los talleres masónicos, y hace de los hermanos masones verdaderos filósofos cuyo aprendizaje en el "recuerdo de sí", o sea en el reconocimiento de su identidad más verdadera y profunda, es constante y permanente, y les va dando una dimensión cada más amplia y universal de sí mismos, lo cual es inversamente proporcional al abandono de sus superficialidades, que son aquellos metales impuros, o aristas de la "piedra bruta" que con paciencia y perseverancia, dos virtudes muy alabadas por los alquimistas y masones de todos los tiempos, han de ser pulidas por las herramientas del mazo y el cincel, símbolos respectivos de la voluntad y la recta intención que la dirige y con la que se conjuga.
En el lenguaje de los símbolos (que los trovadores medievales llamaban "la lengua de oc" –languedoc– o el "lenguaje de los pájaros") el corazón es precisamente la sede de la inteligencia, no de la inteligencia racional, que según el mismo lenguaje simbólico estaría ubicada en el cerebro, y que es dual por naturaleza, sino de la inteligencia superior, o de la intuición intelectual, aquella que tiende hacia la síntesis por la reunión de los contrarios, y que es como un sexto sentido que tiene el hombre, el microcosmos, para "descubrir" esos otros estados más sutiles que están en nuestro interior, y que al igual que los radios de la rueda o de la circunferencia nos ponen en comunicación directa (o sea la "comprensión inmediata" de que habla Federico González) con nuestro verdadero "Yo", o Sí Mismo.
Pero en el "descubrimiento" de esa facultad superior inherente a la naturaleza humana es muy importante, en efecto, conocer el modelo del Universo, que nos habla de un Orden Arquetípico, de una Cosmogonía; y no sólo eso, sino que dicho conocimiento, para ser comprendido en toda su integridad, ha de "encarnarse" y vivirse como tal, es decir que ha de ser realmente transformador y operativo, y no una mera especulación teórica que por muchos "saberes" que acumule nunca podrá llevarnos más allá del umbral o de la periferia de la rueda, en ese punto donde realmente comienza el viaje hacia el centro de nuestro ser, el cual se vive, volvemos a repetir, como un retorno a la "casa del Padre".
Ese retorno tan sólo es posible a través de un Arte que la Masonería llama "Arte Real", idéntico a la Gran Obra alquímica, Obra que es la que el hombre puede realizar consigo mismo en su interior, y cuyo proceso creativo como dijimos al principio es análogo a la creación misma del Cosmos, ya que hay una identidad entre el hombre y el Universo, entre el microcosmos y el macrocosmos, de tal manera que existe una relación constante y permanente entre uno y otro, es decir que el conocimiento de sí se interrelaciona con el conocimiento del mundo, conformando ambos un todo unitario, "una sola y única cosa maravillosa", verdadero objetivo de la Gran Obra, como dicen los textos herméticos según la fórmula de la Tabla de Esmeralda: "Lo que está arriba es como lo que está abajo, y lo que está abajo es como lo que está arriba, para hacer la maravilla de una cosa única". A esto alude sin duda alguna el conocido sello de Salomón, que como saben son dos triángulos entrelazados, siendo el uno el reflejo del otro.
Tú te crees una nada y es en ti en quien reside el mundo,
nos recuerda en este sentido René Guénon[4] citando al filósofo Avicena.
Y así como el orden cósmico, el Mundo, según los relatos mitológicos de todas las tradiciones de la humanidad, surgió del caos de las tinieblas primigenias, también ese proceso interior que el hombre realiza consigo mismo surge a partir del "caos de nuestra ignorancia", como decía Federico González en la nota citada. Según la Alquimia, en ese "caos" están en potencia y sin desarrollar todas nuestras virtudes y cualidades, y es gracias al Arte de la transmutación que ese "caos" comienza poco a poco a ordenarse, es decir a actualizarse, recibiendo la luz de la Inteligencia, análoga al Fiat Lux ("Hágase la Luz") que iluminó las tinieblas precósmicas.
Por eso justamente la iniciación se concibe como una "iluminación" interior, y la expresión "dar a luz", que se refiere al nacimiento carnal, es exactamente lo mismo que "dar la luz", tal cual se realiza durante el rito de la iniciación masónica, y en cualquier iniciación al Conocimiento pues se trata de un arquetipo universal, con lo cual se establece una correspondencia entre el nacimiento físico y el nacimiento espiritual. La misma palabra "neófito" con que se designaba al recién iniciado en los antiguos Misterios de Eleusis, y también en la Alquimia y en la Masonería, quiere decir tanto "nueva planta" como "nuevo nacido". Y todo esto está vinculado con la propia palabra Conocimiento, que es realmente un "co-nacimiento", un volver a nacer nuevamente. En este sentido cualquier conocimiento relacionado con estas ideas es sin duda alguna un nacimiento a una realidad otra, con lo que el campo de nuestra visión del mundo y de nosotros mismos se amplía y se hace más verdaderamente universal.
Por eso mismo no se ilumina, no se despierta o no se nace, sino a aquello que el ser ya posee dentro de sí, pues como dice también Platón: "Todo lo que el hombre aprende ya está en él". De ahí que la vía alquímica y masónica sea un proceso de estricta realización personal, y todos los medios o ayudas que vienen del exterior contribuyen de hecho a facilitar ese despertar y ese nacimiento, pero teniendo siempre en cuenta que son sólo ayudas, o soportes, o vehículos, para iniciar y comenzar ese proceso, y que incluso pueden servirnos durante un largo trayecto del camino, pero finalmente, y como se dice en los textos alquímicos, a "quien no comprende por sí mismo, nunca nadie podrá hacérselo comprender, hiciere lo que hiciere".
Los soportes más importantes, y podríamos decir prácticamente que los únicos, son los símbolos y la alta Enseñanza que se deriva de ellos, teniendo en cuenta que los símbolos iniciáticos han sido especialmente diseñados para cumplir esa función didáctica, y están "cargados", si se nos permite la expresión, de influjos espirituales, o, si se prefiere, de ideas-fuerza, que ellos mismos transmiten bajo sus formas y modos respectivos, y que convenientemente estimulados por nuestro estudio, meditación y concentración, nos comunican y nos hacen partícipes de su contenido, el cual una vez ha sido comprendido, lo incorporamos y hacemos plenamente nuestro, es decir que nos identificamos con la idea que revelan, o dicho de otra manera: devenimos esa idea misma, pues como dice Aristóteles, y confirman las experiencias de todos los que lo han vivido, y lo viven, "el ser es lo que conoce", es decir que hay una identidad entre ser y conocer: uno es lo que conoce. Por eso mismo es tan importante el conocimiento de ese Orden Arquetípico, que es la Cosmogonía, pues en la medida en que dicho conocimiento se hace en nosotros por su comprensión, y teniendo siempre presente las correspondencias y analogías entre el macrocosmos y el microcosmos, nuestra conciencia se universaliza al aflorar en ella otros estados de una naturaleza mucho más sutil, y que hasta ese momento eran completamente desconocidos aun formando parte de nosotros mismos. Esa "floración" es lo que en el tantrismo hindú se denomina el "despertar de los chakras", palabra que quiere decir "ruedas", y que son efectivamente estados de nuestra conciencia que yacen dormidos hasta que son despertados por la energía espiritual (una de cuyas expresiones es la pasión por el Conocimiento), a la que podemos relacionar con el azufre alquímico, fuerza divina que yace en el centro de nuestro ser, o también con el mazo y el cincel masónicos, cuya acción conjunta sobre la "piedra bruta" hacen posible la transformación de ésta en piedra cúbica.
Ese despertar de los centros sutiles nos permite ir ascendiendo peldaño a peldaño, escalón tras escalón, por la "escala filosófica" que une la tierra con el cielo, hasta llegar a concebir, y en consecuencia vivir, la idea de la Unidad, del Sí Mismo, que constituye la "clave de bóveda" o "piedra angular", idéntica a la "piedra filosofal" de la Alquimia, de todo el Edificio Cósmico y por supuesto del ser humano, que vive así la plenitud de una existencia no circunscrita ya sólo a su individualidad, pues ésta ha sido trasmutada por la gradual identificación con lo universal por medio de su conocimiento y la identidad con él.
Entonces aquella existencia que estaba sujeta a lo ilusorio y evanescente de que hablábamos más arriba, cobra aquí todo su sentido y pasa a ser el soporte permanente de esa transmutación, que es una sucesión constante de muertes y nacimientos, o dicho en lenguaje alquímico, de disoluciones y coagulaciones, que van "afinando" el "compuesto" humano hasta hacerlo "simple", o sea "no compuesto ni doble", semejante a una semilla o un germen, lo cual evoca claramente la parábola evangélica del "grano de mostaza" (Mateo XIII, 31-32): "Semejante es el Reino de los Cielos a un granito de mostaza, que tomándolo un hombre lo sembró en su campo; el cual es la más pequeña de todas las semillas, mas cuando se ha desarrollado es mayor que las hortalizas, y se hace un árbol, de modo que vienen las aves del cielo y anidan en sus ramas". O este otro texto de los libros sagrados de la India, que dice lo siguiente: "Este Âtmâ (el Gran Espíritu), que reside en el corazón, es más pequeño que un grano de arroz, más pequeño que un grano de cebada, más pequeño que un grano de mostaza, más pequeño que un grano de mijo, más pequeño que el germen que está en un grano de mijo; este Âtmâ, que reside en el corazón, es también más grande que la tierra, más grande que la atmósfera, más grande que el cielo, más grande que todos los mundos en conjunto".
El grano de mostaza, como otros ejemplos semejantes, es evidentemente una imagen simbólica de la Unidad misma, que no tiene compuesto ni doble, por eso es la Unidad, y que en nuestro mundo aparece como lo más pequeño, pero que en sí misma es lo más grande, pues todo lo contiene, y al mismo tiempo está contenida en todo. De ahí el ejemplo de la semilla o germen, que es precisamente en lo que ha de convertirse el candidato a recibir la "luz" de la Inteligencia, para lo cual necesita purificarse de todo cuanto no es él mismo, es decir necesita pasar por la prueba de los elementos, que es otra herencia que la Masonería recibe de la Alquimia, y cuyo fin no es otro que llevarlo a un estado completamente receptivo a la "luz" de la Inteligencia.
En este sentido, es interesante señalar que los cuatro elementos alquímicos, más el quinto que es el éter o "quintaesencia", tienen su correspondencia con el simbolismo constructivo, en concreto con las cuatro piedras de fundación situadas en las cuatro esquinas o ángulos de base de un edificio más la quinta piedra, la cual no está en el mismo plano o nivel de las otras cuatro sino que propiamente constituye el "quinto ángulo", o "piedra angular", situada en la sumidad del edificio, y desde la cual toda la construcción aparece como la "proyección" o "emanación" de esa misma piedra, es decir que la construcción en sí cobra realidad a partir de ella, de lo que realmente ésta significa como representación de la Unidad metafísica. Y si esto es así en el simbolismo constructivo propio de la Masonería también lo es en el alquímico, en el que dicha construcción no es otra cosa que la que se realiza en el alma humana a base de transmutaciones y purificaciones constantes y permanentes hasta lograr su total identificación con la Unidad que reside en el centro o "quintaesencia" de ella misma, y que es ella misma: "Quien se conoce a sí mismo conoce a su Señor", es también una máxima de la Tradición Unánime.
El "viaje" por los elementos que realiza el postulante a recibir la iniciación masónica se vive innumerables veces a lo largo de su vida. Podríamos decir que es toda la vida la que está involucrada en ello, pues dichos viajes se viven a distintos niveles de comprensión al no ser los elementos, desde el punto de vista alquímico, sino estados del Ser Universal, y por lo tanto del ser individual. Si tomamos el ejemplo del Arbol de la Vida cabalístico, vemos que en cada uno de sus cuatro planos: Asiah, Yetsirah, Beriah y Atsiluth (relacionados también con los cuatro elementos) existe un Arbol entero, al que hay que recorrer desde el comienzo hasta el final, lo que conforma un ciclo, acabado el cual comienza otro en la escala evolutiva de nuestra conciencia, que va así de la periferia al centro, es decir a la quintaesencia, a la Unidad, en sí misma y más allá de la cual cualquier idea de "viaje" o de "búsqueda" tal y como se consideraba hasta entonces carece ya de todo sentido.
*
* *
* *
Aquí tan sólo hablaremos del primero de esos viajes, y sin el cual no sería posible el resto. Este se realiza visitando el interior de la tierra, lo que en la Masonería se simboliza con la "Cámara de Reflexión", que es en todo semejante al athanor, un espacio "herméticamente cerrado" donde es introducido el aspirante para "despojarse de los metales impuros", lenguaje claramente alquímico que alude a esas "escorias" y superficialidades (los "egos" en lenguaje corriente) que impiden precisamente la "recepción de la luz". Allí, encerrado en su athanor, en la soledad más completa, el aspirante ha de encontrar su "piedra bruta", es decir su "materia prima", pues sin ésta es imposible la Gran Obra. O dicho de otra manera: ha de darse cuenta de que todo lo tiene que aprender de nuevo y que en consecuencia ha de morir a su estado anterior, o sea a no identificarse con lo más denso de uno mismo aprendiendo a "separar lo espeso de lo sutil", pues existe la promesa de una vida nueva, y que si ha llegado hasta ahí, hasta esa "Cámara de Reflexión" que es su propia alma recogida en una extrema concentración, es porque secretamente, sin apenas saberlo, está cumpliendo con su destino. En este punto dicen nuevamente los textos alquímicos:
Mi sobrenombre es Dragón. Soy el siervo fugitivo, y me han encerrado en una fosa para que luego se me recompense con la corona real y pueda enriquecer a mi familia... Mi alma y mi espíritu me abandonan... Que ellos no me dejen nunca luego, para que vea de nuevo la Luz del Día, y que este Héroe de la Paz que el mundo espera pueda salir de mí".
A todo ello aluden sin duda alguna los símbolos que se encuentran en la Cámara de Reflexión, todos destinados a hacernos precisamente "reflexionar" sobre su sentido profundo. Ahí encontramos, por ejemplo, al gallo, pájaro solar y de Hermes que anuncia la luz; a los tres principios alquímicos: azufre, mercurio y sal, es decir al principio activo, al pasivo, y la síntesis de ambos respectivamente; a la calavera que nos indica el estado en que nos encontramos y al mismo tiempo nos permite entender que en lo impermanente y lo fugitivo, como la vida misma que se nos escapa de entre las manos, existe una imagen de lo inmutable, de lo que permanece, es decir que esos huesos nos evocan una primordialidad y un origen incorruptible. Por eso mismo en las correspondencias entre el cosmos y el hombre los huesos están regidos por el planeta Saturno, el rey de la Edad de Oro, que es también el plomo, el más vil y denso de todos los metales pero en el que sin embargo está encerrado el oro, el más precioso y sutil de todos ellos. Y allí, en fin, encontramos las siglas alquímicas VITRIOL, o VITRIOLUM, las que dan pleno sentido a la Cámara de Reflexión: "Visita el Interior de la Tierra y Rectificando Encontrarás la Piedra Oculta. Verdadera Medicina".
Visitar el interior de la tierra es hacerlo en uno mismo, buscar en nuestra memoria las señales que nos lleven al país de los antepasados, a nuestro linaje espiritual, como hace el maestro Hiram cuando va a buscar en el interior de la tierra, en el mundo subterráneo, a su antepasado Tubalcaín, según se relata en otras leyendas que revisten a Hiram con los rasgos de un héroe civilizador. Resuenan aquí las palabras de todos los iniciados de todos los tiempos: para ascender a lo más alto has de descender a lo más bajo, y este hecho se cumple indefinidas veces en el proceso iniciático, pues el recorrido por el eje que comunica los distintos planos del Ser universal, y del ser individual, se hace siempre en las dos direcciones: ascendente-descendente:
Asciende de la Tierra al Cielo, desciende de nuevo a la Tierra, y une los poderes de las cosas de arriba y de las de abajo,
podemos leer en La Tabla de Esmeralda hermética, fundamento doctrinal y síntesis magistral de todas las labores alquímicas.
En realidad, la Piedra Oculta, la verdadera Medicina o elixir de inmortalidad de que se habla en las siglas VITRIOLUM, no es otra cosa que la obtención del Conocimiento, ya que como antes recordábamos, también se ha dicho que "Quien se conoce a sí mismo conoce a su Señor", es decir a la Unidad. El "premio", si es que hubiera alguno en este camino de enormes contrastes que realiza el peregrino hacia su patria de origen, no es otro que ese Conocimiento, al que algunos prefieren poner el nombre de Tradición Primordial, que es la Fuente de la que emana la Ciencia Sagrada o Filosofía Perenne de todos los tiempos y lugares. En este sentido, en un momento determinado de ese viaje, la Cámara de Reflexión pasa a ser otra Cámara: la Cámara del Medio, situada en la base el Eje del Mundo durante el rito de recepción al tercer grado, allí donde tienen lugar otros misterios que hacen referencia también a una muerte y a un nuevo nacimiento.
Esto nos hace recordar inevitablemente que cuando Dante, en su viaje al centro de la tierra, desciende al punto más bajo de ésta, "rectifica" inmediatamente el sentido de esa dirección y comienza a ascender por el eje del mundo, que es su propio eje interior, hacia la salida a la "Luz del Día", a la Realidad, abandonando el "reino de las sombras" al encuentro con su dama Beatriz, personificación de la Sabiduría.
Y no quisiéramos terminar estas reflexiones que he querido compartir con todos vosotros sin citar nuevamente el libro Simbolismo y Arte, concretamente el capítulo titulado "Arte Alquímica", donde se dice lo siguiente:
Y de igual forma que todo nacimiento se resuelve en muerte y ésta es continuada por un renacimiento –cualquiera sea el punto de vista que se adopte puesto que la creación es perenne–, así estos estados se suceden en el ser, sujeto al espacio, el tiempo y la memoria. Por lo que el chamán vive en su proceso alquímico indefinidas defunciones y resurrecciones. (...) Sin embargo también debemos observar que de modo acorde en Alquimia se señalan diversas etapas significativas en el proceso general, que se realiza escalonadamente en la proyección temporal, las cuales están vinculadas con los ciclos que, si bien universalmente se suceden sin solución de continuidad, tienen un sentido claro en el subciclo de una existencia particular, donde la dimensión de una vida humana reconoce las tenues y sutiles señales de una transformación, que por leve y difuminada que parezca se hace de pronto transparente y se arraiga profundamente en el corazón del athanor, o lo que es lo mismo, del alma humana, permitiéndole así al operario seguir desarrollándose para enfrentar nuevos trabajos de sus ciencia evolutiva, gracias a la intuición intelectual, directa, que no admite dudas ni demostraciones, pues de cara a la certeza resultan completamente innecesarias.
Se puede comprender, entonces, que este proceso del adepto –o el chamán, que ha recibido sucesivas iniciaciones, o comprendido distintos estados del Ser Universal– que va obteniendo para sí paulatinamente los colores de la Obra es una verdadera inmersión en el tiempo, ya que advierte la simultaneidad de todo lo posible (que se da merced a la proyección temporal, o sea, gradualmente), y reconoce estados no humanos desde una perspectiva distinta, donde ve girar la rueda de los sucesos y fenómenos sin apego, tal cual el alquimista metálico observa de una manera imparcial las sustancias que combustionan –coagulan y se disuelven– en su athanor. En todo esto juega un papel decisivo la memoria, materia con que está tejido el tiempo y por lo tanto el hombre, ya que éste es tanto lo que conoce como lo que recuerda, y en todo caso si es algo en sí, lo es por su memoria: imprecisa y frágil substancia que cambia con los momentos y los días y constantemente se actualiza.[5]
[1] Conferencia pronunciada el 20 de Enero de 2005 en la Biblioteca Arús de Barcelona.
[2] Ver Arturo Reghini: Les Nombres Sacrés, dans la Tradition Pythagoricienne Maçonnique. Archè, Milano 1985. ( reseña).
[3] Simbolismo y Arte, cap. II. Ed. Symbolos, Barcelona 1992. 2ª ed., Los Libros del Innombrable, Zaragoza 2004.
[4] Mélanges, cap. VI. Gallimard, París 1976.
[5] Simbolismo y Arte, cap. V, p. 87-88.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario