MM.: JUAN SÁNCHEZ JOYA, 18º
“Un pájaro soportará en silencio el frío, posado en su rama, y acabará muriendo y cayendo al suelo, sin que de él salga ningún lamento de autocompasión”. El pájaro y el resto de las criaturas de la Naturaleza, son la propia Naturaleza, están tan solidariamente insertas en ella que todo discurre con fluidez: el ciclo de la vida y también la muerte, que no es sino un cambio de estado de alguna parte del sistema, ensamblado con las continuas transformaciones energéticas que tienen lugar en su seno.
Pero existe una criatura que se mueve también dentro del sistema, y que en gran parte está sujeta a las mismas leyes que, sin embargo, ha desarrollado una suerte de patología, por expresarlo en términos de disfunción del sistema, que le lleva a un desdoblamiento que le hace capaz de elevarse sobre sí mismo y auto-observarse. Tal revolución, que aceptaré denominar conciencia, genera un abigarrado catálogo de fenómenos que son específicos de ese animal, el hombre.
Si hiciéramos una dramatización breve de lo que se ha conformado a lo largo de miles y miles de años, nos encontraríamos con un Adán perplejo, extrañado de sí mismo y sintiendo el peso y la desazón de una esquizoidía que le hace dudar sobre la exacta ubicación de su identidad, sufriendo la desolación de la individualidad frente a una otredad que no puede controlar, huérfano de origen en cuanto que no hay memoria del estado pre-consciente. Es el estado que reproducen los jóvenes psicóticos que sufren un brote que los antiguos psiquiatras llamaban hebefrenia y es quizá lo que sentiría un alienígena amnésico.
El hombre, así, recién nacido a la conciencia, no tendrá más remedio que desarrollar unos mecanismos de defensa para llenar esa existencial náusea nacida del vacío de su perplejidad. Existen mecanismos de alto rango, como son la racionalización, la sublimación, idealización, autoafirmación, afiliación, anticipación, supresión, altruismo y sentido del humor. Pero se enfrenta a un enemigo específico que otros animales no conocen: se trata de un nuevo y potentísimo miedo que deriva de la propia conciencia, algo mucho más poderoso que lo que hace huir a otros del dolor físico. Este miedo que sólo el hombre es capaz de padecer afecta a sus planos psíquicos y se puede reproducir aun en ausencia del objeto causante, incluso en ausencia de cualquier signo asociado mediante condicionamiento al objeto que lo provoca. Puede aparecer aún sin que exista un objeto real amenazante, basta con que exista un símbolo aterrador en la psique del hombre. Tal vez, el símbolo de la muerte como representación de la aniquilación de la conciencia, del fin de la individuación, sea el más primitivo de esos terrores.
Tan poderoso es su miedo que, a menudo, el hombre como individuo, pero también como especie, no da abasto con sus mecanismos de defensa de alto rango y se ve abocado a desarrollar otros de bajo rango, tales como negación, proyección, retirada apática, agresión pasiva, fantasía autista, etc., lo que condiciona actitudes y comportamientos disadaptativos que clásicamente se han llamado neurosis.
Pero hay dos mecanismos particularmente interesantes, ya que son expresión de las habilidades que el hombre ha sido capaz de desarrollar respecto del manejo de su propia conciencia. Se trata de la represión y de la disociación.
Mediante la represión, el hombre se enfrenta a aquellos sentimientos y deseos que le producen malestar mediante la expulsión de ellos del ámbito de su consciencia, es decir, los hace inconscientes. No obstante, el mecanismo no resulta siempre totalmente eficaz, de modo que el problema puja por volver al plano consciente y con frecuencia permanece navegando entre dos aguas en el plano subconsciente, donde se reestructura en formaciones simbólicas negociadas con el Yo en los innumerables armisticios de la continua guerra establecida. De cualquier modo, aunque esa carga exiliada quede efectivamente en la inconsciencia, no dejará de emitir mensajes simbólicos, pues constituye la sombra del individuo, parte integrante indefectiblemente de él, que pugna por expresarse en el conjunto al que legítimamente pertenece. Si el Yo se resiste a aceptar la existencia de su sombra, si no acepta sus mensajes, nunca podrá integrarse. Los mensajes, a menudo, le llegan al consciente en forma de enfermedades con expresión física imposible de ignorar. El individuo aprende o muere.
Jung desarrolló la teoría del inconsciente colectivo. Si estaba en lo cierto, existirá una conexión supra e interindividual entre los diversos inconscientes personales, de modo que quedará establecido un sistema de producción simbólica constituyente de un acervo colectivo de conocimiento inconsciente, que movilizará a los conscientes individuales. Probablemente estemos haciendo referencia al “meme”, que se transmitiría generacionalmente, tal como lo hace el “gene”, pero en un plano psicocultural.
El otro mecanismo digno de comentario aparte es la disociación. El hombre la conoce desde el momento en que es capaz del artificio de desdoblamiento para la auto-observación consciente. Mediante la disociación, el individuo se enfrenta a la amenaza con una alteración temporal de las funciones de integración de la conciencia. Este proceso, que le permite desplazar su identidad desde los sectores de sufrimiento y ansiedad hasta los de calma y bienestar, supone un riesgo de desintegración crónica o hasta definitiva, lo que nos llevaría a un estado psicótico genuino. En un estado de esta naturaleza no es posible la aprehensión de la realidad, y el resultado puede ser de desidentificación, de delirio o de trastorno afectivo bipolar. Tales sintomatologías tan bien conocidas por la Psiquiatría, no dejan de producirse en el devenir de las civilizaciones, en el plano cultural, es decir, que sería una disciplina posible la “Psicopatología antropológica”.
Así, toda mitología forma parte de un delirio cultural, en alguna medida compartido universalmente por los hombres, generación tras generación. En este sistema se conforma un ideario simbólico en el que el hombre se reconoce hijo de la Tierra y del Cielo, dual en su naturaleza, incompleto, separado de un “alter ego” personal y ansioso de completud, desterrado de un edén, autoculpabilizado por su perfectibilidad y por su vulnerabilidad, por su falta de conocimiento. Y aparecen los grandes motores de la acción humana: la huída de lo indeseable por miedo al dolor físico-psíquico-moral y la persecución de la perfección.
Estos motores se alimentan, según parece, de mensajes que a todos nos llegan para-racionalmente, tal vez desde esa enorme bolsa jungiana de símbolos universales, de arquetipos.
Todo apunta a que existe un grupo de hombres superiores, y que lo son porque tienen acceso a un grado de conciencia superior, a un grado también superior de conocimiento y que, por fuerza, poseen un mayor desarrollo de su ser. Se trata de la comunidad esotérica. Tal comunidad lo es por simple coexistencia de sus integrantes, es decir, no están organizados en grupos ni lo precisan. Cuando un hombre (y no necesito aclarar que el término “hombre” es usado aquí en el sentido genérico de ser humano) alcanza determinado estado avanzado de su ser, y, por ende, de su conciencia, puede buscar más conocimiento. Sólo podrá obtener dicho conocimiento superior en una escuela esotérica. Las circunstancias históricas suelen limitar la existencia de las escuelas, pero siempre hay otras que, aun con postulados diversos, a la postre, transmiten todas un mismo conocimiento. Por ello cobra sentido el aforismo hindú que aconseja buscar el conocimiento de modo tal que, si fuera agua subterránea, deberíamos excavar un solo agujero en la tierra y perseverar tenazmente en la búsqueda hasta que el agua aflore. Da igual dónde empecemos a excavar, da igual qué escuela esotérica elijamos, pero se nos exige constancia y resolución. Lo que indefectiblemente nos llevará al fracaso será sucumbir al desánimo y empeñarnos en nuevos y sucesivos hoyos, pues así, el tiempo de una vida no dará para encontrar el agua.
Los mensajes esotéricos conforman un cuerpo general común y universal y los hombres superiores se saben responsables de su transmisión. Mas esta enseñanza sigue unas reglas alejadas de los sistemas comunes y académicos de aprendizaje.
La unidad de contenido significante es el símbolo. El significado es dúplice: tiene una cara evidente, exotérica, hecha para ser vista por todos e interpretada en un contexto no trascendente, y también tiene una cara velada, pero no oculta, hecha para ser vista por quien conoce las claves adecuadas, por quien ha alcanzado un grado suficiente en el desarrollo de su ser como para hacerse consciente del significado profundo. Si el símbolo estuviera escondido, no habría garantía de que pudiera encontrarlo quien está preparado para aprehenderlo. Al estar siempre visible, lo que constituye el mejor de los escondites, cualquier peregrino del aprendizaje superior podrá descubrirlo en el momento adecuado.
Para acceder al conocimiento que los símbolos brindan, se precisa estar en posesión de unas claves. Estas llaves desveladoras constituyen un encuadre sin el que el símbolo no podría expresarse.
Jung aplica el término arquetipo para referirse a unos símbolos universales, es decir, compartibles por todo ser humano. Tales símbolos arquetípicos operan en el conjunto de la humanidad, pero sólo unos pocos hombres son conscientes de ello. Las escuelas esotéricas se las han ingeniado, a lo largo de la historia, para difundir los símbolos por caminos que se adentran en el inconsciente de los destinatarios, de modo que los gérmenes del conocimiento aniden en quienes, tal vez mañana, entiendan sus significados verdaderos. No hay modo más eficaz de transmitir valores a un niño, que a través del juego o de los cuentos. Tomemos como ejemplo el tan antiguo y conocido Juego de la Oca, que representa todo un camino iniciático, que, como no podría ser de otro modo, discurre centripetamente, hacia el interior. Ya en un nivel poco profundo, es una escuela de vida, que enseña que todo camino está sujeto a accidentes, vicisitudes y contratiempos, y también a golpes de suerte, que la sensación de tener el control de los acontecimientos no es sino una ilusión, que a menudo hay que empezar todo de nuevo. Y más profundamente, guarda claves numerológicas e iniciáticas que el jugador no avisado no es capaz de reconocer ni de comprender conscientemente. Otro juego muy popular en tiempos pasados, el llamado tejo, truque o infernáculo, requiere un trazado sobre el suelo que reproduce el dibujo de las sefirot del Árbol de la Vida.
Del igual modo, los cuentos, junto con las moralejas evidentes, transmiten claves iniciáticas cuya pureza estaba bien garantizada cuando la tradición oral respetaba las leyes de la fidelidad del mensaje, pues se hacía precisa la literalidad. Hoy en día, lamentablemente, a pesar de que contamos con más avanzados medios de difusión y conservación, parece que se ha perdido el miedo a la desvirtuación del mensaje original y están desapareciendo claves muy importantes en las versiones más modernas de los cuentos. Pero el proceso se renueva y parece adaptarse a los cambios tecnológicos, pues los símbolos esotéricos aparecen recurrentes en Tolkien y en Rowling, por citar dos autores de indudable éxito entre nuestros jóvenes, y reproducen todo un tratado de alquimia que se extiende pseudopodicamente desde los libros hasta las pantallas y las videoconsolas. El mensaje, por tanto, sigue emitiéndose con renovado ímpetu.
Los mismos alquimistas, en el Medievo, practicaron el arte de la veladura sutil con tal maestría que los símbolos han estado siempre visibles en las propias iglesias y catedrales, burlando la represión de la institución eclesial y, seguramente, impregnando con preferencia a los propios clérigos, cuando éstos alcanzaban el desarrollo adecuado de su ser.
La acción pedagógica del símbolo se realiza por exposición directa de la cosa a mostrar, esto es, no a través de predicados racionales sobre la cosa. Es diferente del análisis, pues no estudia las partes componentes, sino que pone en contacto sintéticamente con el objeto. No pretende el símbolo promover la abstracción filosófica relativa a la realidad; por el contrario, busca un contacto íntimo, enfático, impactante, movilizador y sugerente con la realidad misma, de modo concreto, a través de la vía intuitiva, suprarracional, utilizando instrumentos vivenciales que disparan los resortes de todas las potencias humanas, del ser total del que aprende, vibrando en un acorde compuesto por un conjunto de notas que representarían los diversos niveles de comprensión posibles, todos ellos ciertos, todos válidos, pues todos son partes de un mismo sonido, por más que una visión desde la perspectiva infrainiciática crea descubrir aspectos disonantes o contradictorios en el conjunto, pues las presuntas diferencias no son sino niveles complementarios de comprensión. La lección del símbolo es alimento para el espíritu, actuando la inteligencia como aparato digestivo. El símbolo busca un crecimiento del ser, no del conocimiento directamente; transmite unidades ontológicas, no conceptuales; persigue el avance en lo trascendente. Una vez que el ser crece, se ve de inmediato capacitado para asumir un mayor conocimiento, no por fuerza mediante la absorción de más unidades de información, sino a través de una renovada visión de lo ya presuntamente sabido. Es por ello que el progreso personal es un continuo retorno al origen, es una reiterada reorganización del psiquismo interno, es una repetitiva mirada al objeto a conocer, la realidad, pero con herramientas e instrumentos de percepción cada vez más potentes y sofisticados, cada vez más sensibles y precisos, más fiables, más conscientes.
La pedagogía simbólica es antiquísima, muy anterior a la filosofía, a la ciencia y a las religiones. Por fuerza ha de haber sido coetánea de la mitología, ya que el nacimiento de los símbolos requiere una inmediata organización de contenidos en un encuadre didáctico que garantice la transmisión. Así, la simbólica se estructura en un mapa útil para conocer el mundo psíquico, tanto individual como colectivo, y útil también para impulsar el movimiento con pautas de orientación y de eficiencia. Cada símbolo tiene su propio significado, estratificado en niveles armónicos, y también constituye una pieza complementaria del mapa simbólico completo. No es posible jugar con la interpretación libre de los símbolos, pues, si bien el conocimiento es subjetivo, no se presta al albur de la fantasía personal, sino que está ligado a la voluntad del emisor, que es un hombre de superior desarrollo espiritual y que ha accedido a un nivel determinado de comprensión. Por tanto, el significado del símbolo es, aunque polimorfo, unívoco; aunque polifacético, único; aunque multidimensional, concreto y riguroso.
Los símbolos poseen representación en imagen, al contrario que la idea, que aunque pueda asociarse a imágenes, es en sí misma una abstracción del sistema racional de pensamiento.
Mientras que las ideas y las abstracciones científicas y matemáticas pueden quintaesenciarse en el signo, indebidamente llamado símbolo, cuya representación puede ser tan esquemática como se desee sin que se altere el significado, el verdadero símbolo es, en palabras de Guenón, “una encarnación de la idea”, nunca una abstracción. Dice Jean Chevalier que la abstracción vacía el símbolo y engendra el signo, mientras que el arte, por el contrario, huye del signo y nutre el símbolo. La representación simbólica es rica en detalles concretos, y así, puede hablar a una diversidad de niveles de comprensión, dificulta la libre interpretación caprichosa y consigue distraer la atención del observador sobre aspectos fundamentales que no debe vivenciar hasta que no alcance el nivel idóneo de capacidad y de predisposición. El símbolo, por tanto, está hecho para ser mirado una y mil veces, para inducir la meditación en su contemplación, para ser absorbido de un bocado y para ser digerido a lo largo de los años, de la vida, del camino. Permanece donde se le coloca, para todos y para siempre, y cada vez que nos lo comemos, lo deglutimos entero, si bien los matices de sabor, los efectos que produce la ingestión en nuestra alma, son distintos en cada nueva ingesta, aunque el alimento es siempre el mismo.
El sistema simbólico se interesa por dos aspectos: el sentido interno de las cosas y su interconexión dentro del Todo. Reconoce las correspondencias entre los distintos niveles de la realidad, que es única aunque multipercibida desde distintos ángulos, perspectivas, actitudes y aptitudes. El lenguajes es, por tanto, analógico, lo que queda indefectiblemente expresado en las tan conocidas fórmulas “arriba como abajo”, “así en la Tierra como en el cielo” o, tal como lo enunció Goethe, “lo que está dentro, está también fuera”. Se trata, pues, de un sistema unificador, que pone en fase la realidad psíquica interna con la realidad exterior, el Microcosmos con el Macrocosmos.
Los símbolos, elementos de un patrimonio universal y arcano, precientífico, para-racional y supraintelectivo, de vocación eterna, de inspiración trascendente, de lenguaje analógico y unificador, con recursos de estimulación holística de las potencias del hombre, con propósito motor, con representación holográfica, prolija y enfática, nacidos como respuesta a los interrogantes adánicos que dieron lugar al desarrollo de la Metafísica , son los hitos junto al camino iniciático, son las piezas del mapa del mundo cuando se desea llegar al plano trascendente.
Es posible dibujar muchos mapas distintos para señalar la ubicación de un tesoro, todo depende del punto de partida y del estilo de la escuela esotérica de que se trate, pero el tesoro es siempre el mismo, y los símbolos, tal vez dispuestos en distinto orden, tal vez en un sistema progresivo diferente, son también siempre los mismos. Así, aunque las escuelas desaparezcan, los símbolos emergen tozudamente una y otra vez a lo largo de la historia, y en la intimidad de cada hombre y de cada comunidad, en los sueños, en el folklore y en el arte.
La Masonería posee su propia simbólica y se ocupa de su estudio sistemáticamente mediante un encuadre característico. Como escuela iniciática, trabaja por mostrar el camino a los hombres predispuestos para que se haga posible el crecimiento y desarrollo de su ser. Parte de los masones podrán llegar a formar parte de la aparentemente inconexa comunidad esotérica, ese conjunto de hombres superiores que poseen la casi totalidad de conocimiento disponible en cada momento histórico.
En un ejercicio demostrativo de la correspondencia universal de las cosas, citemos el postulado cristiano respecto a los enemigos del hombre: la carne, el demonio y el mundo. La Masonería trabaja por dominar a la carne, mediante una labor de desbastación que busca la liberación de las cadenas que nos anclan a las pasiones. Contra el demonio, que podríamos representar por la ignorancia, el fanatismo y la ambición, lucha de un modo muy específico y desde el axioma de que el demonio proviene de una naturaleza celestial caída en desgracia, de un componente divino cautivo de la propia carne y al que hay que liberar de cada uno de nosotros para reconquistar el legítimo lugar desencarnado que creemos nos corresponde. En cuanto al mundo, tras hacer un propósito de renuncia desde el momento mismo de la iniciación, cada masón persevera en el trabajo ritual, que se desarrolla en un espacio separado, sagrado. La forma de vencer al mundo no es escapando de él, sino expulsándolo de nosotros, de forma que sigamos estando en el mundo, sin que el mundo esté en nosotros, ya que los masones asumen la responsabilidad de realizar un trabajo en el mundo, pero a salvo de él, que es algo que deben hacer, tal vez ya sin esfuerzo, los hombres superiores de la comunidad esotérica desde tiempo inmemorial. Sirva este ejercicio para ilustrar cómo son aplicables diferentes enfoques para manejar la interpretación de la realidad, que es única. Se trata de moverse por distintos mapas con claves universales que están por encima del lenguaje y de las culturas, que sirven en Babel y en cualquier momento de la historia.
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