El teatro Real despide la temporada con la expectación que ha generado la ópera de Mozart
JESÚS RUIZ MANTILLA - Madrid
El sonido libre de La flauta mágica, la ópera de las mil incógnitas, todas aún abiertas, despide este año la temporada del teatro Real. La última obra maestra de Mozart, escrita con el soplo de la muerte en el cogote, confundida con los compases de su Réquiem y estrenada en un teatro de los suburbios de Viena en 1791, sigue con toda su batería de sugerencias al aire y ha sido explorada por Jaume Plensa y La Fura dels Baus, creadores del montaje estrenado ayer en Madrid, con dirección musical de Marc Minkovski. "Esta ópera representa la pureza y la búsqueda de la libertad", afirma Plensa.
Quizá porque fue concebida en un catártico fin de siglo, quizá porque iba preñada de las ideas que iban a alumbrar un nuevo mundo y que todavía hoy suenan a vigente y revolucionaria utopía, La flauta mágica es una de las óperas más misteriosas, más enigmáticas, más abiertas y más eternamente vigentes de la historia del arte universal.
Ni Mozart ni Emanuel Shikaneder fueron conscientes cuando componían la música y el libreto que esta lucha aparentemente infantil y de fábula del bien contra el mal, de la luz contra las tinieblas, iba a seducir a los públicos de tres centurias. Ahora, esta ópera, que a su vez es un tratado de filosofía, ha retado la imaginación de las mentes siempre inquietas de La Fura dels Baus y Jaume Plensa.
El grupo teatral y el artista plástico colaboran desde hace 10 años en montajes operísticos -cuatro hasta la fecha-, un género que conciben, según ellos, desde un punto de vista clásico. "Sí, porque en sus orígenes la ópera era un arte revolucionario, transgresor y contracorriente que después, con los años, ha sido secuestrado y ha ido cayendo en las garras de un público acomodado, aburguesado y conformista", dice Plensa. Es decir, que, para ellos, la luz del sumo sacerdote Sarastro ha sido vencida por las tinieblas de la Reina de la Noche.
Contra eso vale la pena luchar, pero ellos, que se han permitido ciertas licencias, como la de sustituir las partes recitadas del original por unos textos actuales de Rafael Argullol, han querido ser acompañantes de la obra más que intérpretes. "Intentar saber qué pretendían sus autores hubiese sido muy atrevido por nuestra parte", afirma Alex Ollé, de La Fura. "No queríamos hacer nada propio, intentar que una realidad paralela circulara alrededor de la música y que fuera ésta la que destacara sobre todas las cosas".
Por supuesto, han querido plantear los grandes temas que encierra la pieza, pero quizá con matices propios de una visión que considera esta creación genial como algo "esencialmente revolucionario y con una intención política muy fuerte", afirma Plensa. No en vano se trata de una pieza iniciática plagada de símbolos de la masonería y planteada con personajes con cometido que acompañan a los protagonistas, Tamino y Pamina -interpretados por Toby Spence y María Arnet-, en su búsqueda y que han quedado en la imaginería del arte universal, como el pajarero Papagueno (Brett Polegato y Gabriel Bermúdez), el sacerdote Sarastro (Daniel Borowski) y la pérfida Reina de la Noche (Erika Miklósa). "Más que una ópera de camino iniciático es una búsqueda de la libertad", afirma Plensa.
Una búsqueda que los autores del montaje han situado en el cerebro: "El lugar más salvaje del cuerpo, el que está fuera de control", dice Plensa. Y una libertad que debe ser reconstruida por el hombre nuevo, parido en ese templo de la luz y regenerado por un nuevo aire y una pureza alejada de la superchería y muy próxima a la sabiduría.
"La pureza es la clave", explica Plensa, mientras muestra el escenario desnudo del teatro Real horas antes del estreno, con grandes lonas hinchables esparcidas por el suelo. "Eso es, un escenario desnudo, que se va poblando con elementos hinchados por aire, que en esta ópera no es un elemento casual", cuenta el escenógrafo. Porque el aire es también el que hace sonar la magia de la flauta, alumbradora de un nuevo mundo.
Viene bien una ópera así para un tiempo ausente de muchas referencias. "No hay modelos y la gente los busca", afirma Ollé, sin pretender que sus palabras suenen más a discurso apocalíptico propio de un papa, que al de alguien preocupado por el rumbo de ciertas cosas. Lo de los modelos lo apoya Plensa con una anécdota: "Cuando a Rodin le encargaron una escultura de Balzac, lo primero que hizo fue llamar a su sastre para que le diera sus medidas", dice. Se refieren a modelos sobre los que poder medir para luego construir.
Y La flauta mágica los ofrece en su aventura inagotable, en su riqueza inmensa y siempre iluminadora.
JESÚS RUIZ MANTILLA - Madrid
El sonido libre de La flauta mágica, la ópera de las mil incógnitas, todas aún abiertas, despide este año la temporada del teatro Real. La última obra maestra de Mozart, escrita con el soplo de la muerte en el cogote, confundida con los compases de su Réquiem y estrenada en un teatro de los suburbios de Viena en 1791, sigue con toda su batería de sugerencias al aire y ha sido explorada por Jaume Plensa y La Fura dels Baus, creadores del montaje estrenado ayer en Madrid, con dirección musical de Marc Minkovski. "Esta ópera representa la pureza y la búsqueda de la libertad", afirma Plensa.
Quizá porque fue concebida en un catártico fin de siglo, quizá porque iba preñada de las ideas que iban a alumbrar un nuevo mundo y que todavía hoy suenan a vigente y revolucionaria utopía, La flauta mágica es una de las óperas más misteriosas, más enigmáticas, más abiertas y más eternamente vigentes de la historia del arte universal.
Ni Mozart ni Emanuel Shikaneder fueron conscientes cuando componían la música y el libreto que esta lucha aparentemente infantil y de fábula del bien contra el mal, de la luz contra las tinieblas, iba a seducir a los públicos de tres centurias. Ahora, esta ópera, que a su vez es un tratado de filosofía, ha retado la imaginación de las mentes siempre inquietas de La Fura dels Baus y Jaume Plensa.
El grupo teatral y el artista plástico colaboran desde hace 10 años en montajes operísticos -cuatro hasta la fecha-, un género que conciben, según ellos, desde un punto de vista clásico. "Sí, porque en sus orígenes la ópera era un arte revolucionario, transgresor y contracorriente que después, con los años, ha sido secuestrado y ha ido cayendo en las garras de un público acomodado, aburguesado y conformista", dice Plensa. Es decir, que, para ellos, la luz del sumo sacerdote Sarastro ha sido vencida por las tinieblas de la Reina de la Noche.
Contra eso vale la pena luchar, pero ellos, que se han permitido ciertas licencias, como la de sustituir las partes recitadas del original por unos textos actuales de Rafael Argullol, han querido ser acompañantes de la obra más que intérpretes. "Intentar saber qué pretendían sus autores hubiese sido muy atrevido por nuestra parte", afirma Alex Ollé, de La Fura. "No queríamos hacer nada propio, intentar que una realidad paralela circulara alrededor de la música y que fuera ésta la que destacara sobre todas las cosas".
Por supuesto, han querido plantear los grandes temas que encierra la pieza, pero quizá con matices propios de una visión que considera esta creación genial como algo "esencialmente revolucionario y con una intención política muy fuerte", afirma Plensa. No en vano se trata de una pieza iniciática plagada de símbolos de la masonería y planteada con personajes con cometido que acompañan a los protagonistas, Tamino y Pamina -interpretados por Toby Spence y María Arnet-, en su búsqueda y que han quedado en la imaginería del arte universal, como el pajarero Papagueno (Brett Polegato y Gabriel Bermúdez), el sacerdote Sarastro (Daniel Borowski) y la pérfida Reina de la Noche (Erika Miklósa). "Más que una ópera de camino iniciático es una búsqueda de la libertad", afirma Plensa.
Una búsqueda que los autores del montaje han situado en el cerebro: "El lugar más salvaje del cuerpo, el que está fuera de control", dice Plensa. Y una libertad que debe ser reconstruida por el hombre nuevo, parido en ese templo de la luz y regenerado por un nuevo aire y una pureza alejada de la superchería y muy próxima a la sabiduría.
"La pureza es la clave", explica Plensa, mientras muestra el escenario desnudo del teatro Real horas antes del estreno, con grandes lonas hinchables esparcidas por el suelo. "Eso es, un escenario desnudo, que se va poblando con elementos hinchados por aire, que en esta ópera no es un elemento casual", cuenta el escenógrafo. Porque el aire es también el que hace sonar la magia de la flauta, alumbradora de un nuevo mundo.
Viene bien una ópera así para un tiempo ausente de muchas referencias. "No hay modelos y la gente los busca", afirma Ollé, sin pretender que sus palabras suenen más a discurso apocalíptico propio de un papa, que al de alguien preocupado por el rumbo de ciertas cosas. Lo de los modelos lo apoya Plensa con una anécdota: "Cuando a Rodin le encargaron una escultura de Balzac, lo primero que hizo fue llamar a su sastre para que le diera sus medidas", dice. Se refieren a modelos sobre los que poder medir para luego construir.
Y La flauta mágica los ofrece en su aventura inagotable, en su riqueza inmensa y siempre iluminadora.
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