Marcos Mateo
Muchos de nosotros nos sorprenderíamos si alguien nos dijera que a lo largo de nuestra vida, hemos cometido involuntariamente actos de iniciación, ya que lo iniciático se considera habitualmente como parte, bien del mundo de la ciencia —y como tal, analizado y estudiado por historiadores, etnólogos o antropólogos— o bien del ámbito de las sociedades e iglesias que prometen, a cambio, otro mundo mejor a sus adeptos.
Es cierto que la iniciación existe desde que los hombres empezaron a organizarse en sociedad, y precisamente para lograr una mejor adaptación social y religiosa del miembro iniciado, adquiriendo en la mayoría de las ocasiones la condición plena de miembro de la sociedad que lo iniciaba.
Sin embargo, la “iniciación” se da, de modo espontáneo, a veces voluntario y racionalmente asumido o provocado, en toda vida humana que se plantee su propia autenticidad, tomando conciencia de sus propias crisis, pruebas, angustias, pérdidas y reconquistas sucesivas del propio “yo”, y muy a menudo de modo tal y como muchas sociedades iniciáticas plantean sus ritos, “viviendo” una muerte con resurrección inmediata en distintas condiciones. Y esto sucede, porque en momentos de crisis total del individuo sólo una esperanza parece capaz de salvarnos: la expectativa de poder empezar de nuevo.
Este deseo inconsciente o semiconsciente, lleva a la voluntad de tomar parte en determinadas “pruebas” de regeneración, al uso de los antiguos héroes de las leyendas —que por otra parte no hacen más que retomar simbólicamente los grandes temas de los gestos creadores o regeneradores de los dioses míticos— y que consiguen
Esa nostalgia de una “renovación” iniciática, que surge a menudo de lo más recóndito de nuestra conciencia, no es más que el deseo de encontrarle un sentido positivo a la muerte, al aceptar el propio “tránsito “ —y aquí una vez más el lenguaje deja de ser inocente— como un rito de paso a un modo superior de ser.
Quiero ahorraros, por la amplitud del tema y la existencia de numerosos tratados de grandes antropólogos, desde Fraser, Turner, Levy Strauss o Mircea Eliade, la descripción y alcance de los conjuntos de ritos y revelaciones orales con los que nuestros hermanos de todas las edades han querido conjugar la muerte, muchas veces a riesgo de caer en las redes de las propias estructuras cerradas de sectas e iglesias, operadas sabiamente por chamanes y sacerdotes, ya que las pruebas tienden siempre a hacer gozar al neófito de una vida totalmente diferente de la anterior a la iniciación, a convertirse, en definitiva, en “otro”. Y a menudo sucede que la filiación de iniciado en relación al maestro o maestros iniciantes, crea relaciones de dependencia, trágicas para los individuos sujetos a la posible manipulación de conciencia, y sólo a merced de la buena fe y probidad del senado iniciador a los misterios.
Me centraré sólo por consiguiente, en uno solo de los numerosos aspectos de la iniciación mistérica: en la consideración de la aceptación y asunción de la muerte como condición de una vida regenerada y qué relación pueda tener la operación iniciática masónica.
¿Por qué Platón creía que “morir es ser iniciado”? ¿Por qué un hombre moderno, en el sentido más amplio de la modernidad, un hombre laico, arreligioso, decide “morir” un día, “dejar de ser de otra manera”? Habría que argumentar, contradiciendo la aceptación filosófica clásica que quiere que lo que da el sentido a la vida es la muerte, que nacemos para morir, que nuestro cuerpo es “de muerte” —entre comillas y como quieren muchos textos sagrados— que por el contrario, lo que confiere dignidad y sentido a la muerte es precisamente la Vida.
Vivir, entonces, diremos nosotros, es ser iniciado. La Vida misma, es la gran ceremonia de iniciación, ya que ¿podemos imaginar un rito más completo, grandioso, magnifico y radiante que el hecho de nacer? Independientemente de los numerosos símbolos que acompañan el hecho biológico del parto de un ser humano, el hecho filosófico del nacimiento es el principio del arco luminoso que describe el gran compás de la vida hasta el otro gran acto vital después de su declinar en Occidente, el Ocaso, la muerte biológica, no menos gloriosa y que no seria más que un fin de camino tras el cual se regresa siempre a Oriente.
Vivir es ser iniciado. Pero se puede vivir también de modo irracional, oscuro, simplemente vegetativo. Necesitamos de revoluciones en nuestra vida, que renuevan nuestro ser más intimo y nos impidan declinar antes de tiempo, dejarnos llevar de la angustia que nos deparan nuestros fracasos materiales y de convivencia con los demás. Y necesitamos de procedimientos. Necesitamos hacer patente esa voluntad de morir antes de tiempo a una ideología impuesta con violencia a veces desde la infancia, a modo de procedimiento social, a infinidad de superestructuras ideológicas sembradas en nuestra mente por numerosos agentes de sectas y religiones que, con el pretexto de ser “verdaderas”, de contener en su sistema una verdad única en el centro, buscan supuestamente nuestro bien, pero que en el fondo sólo pretenden nuestra sumisión a un orden establecido, y en la mayoría de los casos a un sistema de producción y redistribución económica previamente establecido.
La iniciación masónica -no es exclusiva de esta- es, por el contrario, un cambio, una “ renovatio “, si se quiere un retorno “ ad uterum”, una vuelta provisional al caos para ordenarlo de nuevo por la razón, en orden al único fin posible: la Luz. Una luz sin fronteras dogmáticas, que ilumina con la misma intensidad hasta los confines siderales del espacio. ¿Que para ello echamos mano de los símbolos tradicionales de la muerte ritual, vinculados a la germinación y la embriología?
Naturalmente que sí. Pero este segundo nacimiento iniciático no repite el biológico. Y no lo repite porque no quiere, aunque pudiera, porque es racional y voluntario.
Precisamente lo que distingue al profano del neófito y posteriormente del iniciado, es esa libertad de opción que entraña la voluntariedad de la muerte iniciática dejando atrás el hecho irracional del nacimiento biológico y la posterior instrucción ideológica de un ser indefenso, filosóficamente inculto. Para ello empuñamos el instrumento mágico —y no dudo en llamarlo mágico— que nos diferencia de los animales, el libre albedrío que nos decide a ser libres para siempre: dejamos de temer la muerte biológica porque hemos asumido una vida libre que nos lleva directamente a la luz de la razón, a la comprensión del mundo en su totalidad armónica, separados para siempre de sectarismos y doctrinas unilaterales y dogmáticas, imaginadas expresamente pata aprisionarnos.
Precisamente Mircea Eliade, ya citado anteriormente, en sus “Patterns of initiation”, serie de conferencias pronunciadas en la Universidad de Chicago en 1956, dice que “en términos modernos podríamos afirmar que la iniciación pone fin al hombre natural, introduciendo al novicio en la cultura”. Fin de la cita. Ahora bien, la cultura que asumimos los masones tras nuestra iniciación, no está considerada como un bien estático, como un mero depósito de conocimientos y prácticas, sino como un procedimiento dinámico y dialéctico que opera, se mueve,, crece y se ramifica socialmente por el ejercicio del pensamiento. Y ese es precisamente el pensamiento, uno de los instrumentos fundamentales del masón.
La iniciación al libre pensamiento sería pues, a mi juicio, la iniciación masónica por excelencia, y asume también, ¿por qué no?, toda el ansia, toda la angustia, la sed de espiritualidad que las iniciaciones primitivas, aun no degeneradas, dejaban traslucir, ya que la búsqueda de la trascendencia no es incompatible en manera alguna con la libertad de la función de pensar que concede a sus fieles la testa iluminada de la Diosa Razón.
Pero, ¿cómo se incendia la razón para que todo lo que toque se ilumine? ¿Para que sea la mater genítrix de todo incendio? El amor es la piedra incendiaria, la palabra iniciática por excelencia, que al abrasar libera para siempre de la muerte.
Para explicarme mejor y resbalar con suavidad y también con una cierta autoridad iniciática hasta el fin, vais a permitirme la licencia de recurrir a unos viejos maestros que de amor creían saberlo todo y en efecto, algo debían de saber porque les llamaron y reconocieron como los “Fieles de Amor”.
Los “Fedeli dAmore”, de los cuales podéis ampliar conocimientos en los Studi mii Fedeli d'Amore de Ricolfi, o fi lenquaqqio seqreto di Dante e dei fidel] dAmore de Luigi Valli, nacieron como seguramente sabéis, alrededor de lós siglos XII y XIII en la Europa culta definida entre Provenza, Francia, Bélgica e Italia, en forma de milicia secreta y espiritual para servir al culto de la que llamaban “Mujer Única” y la iniciación al misterio del amor. Que utilizaran un lenguaje oculto, el parlar cruz, no es sino uno de los signos más entrañables de su actitud iniciática, que pertenece no sólo a la época, sino por excelencia a todo ser dispuesto a desentrañar a través del amor los misterios de la vida y la muerte, que yo considero aquí como un Todo.
Pero no me voy a referir a Dante, el Fiel de Amor por excelencia, aunque la tentación sea grande, sino a un poema concreto de Jacques de Beisieux quien a través de sus versos en el llamado C'est des fiez d'amours, requiere una más profunda interpretación del amor, descuartizando en el juego semántico y poético la misma palabra AMOR.
Dice así el poeta místico:
A seno fíe en se partie
Saz,s, st mor sen elle n,ort;
Orl'assemblons, s'aw-ons sansn,ort
Lo que quiere decir, que la parte de la palabra Amor, A, significa Sin, y la siguiente, mor, quiere decir muerte. Por lo tanto, uniéndolas, sabremos que Amor quiere decir SIN MUERTE.
A través del amor, pues, puede vencerse a la muerte. El amor despierta al profano de su letargo, le hace desear vencer a la muerte. “Amor Omnia Vincit”, asegura la sentencia latina. El amor todo lo vence y bajo su Imperio, los hombres se desdoblan hacia los demás, dándose, y al darse en ese movimiento fraternal, vencen ese dispositivo de muerte individual, universalizando su existencia.
Y el Amor es el segundo instrumento fundamental del FrancMasón- Instrumento que nuestros maestros Fedelí d 'Amare objetivaban en el culto a la “Viuda que no es viuda”, como llamaban también a su Madonna Intelligenza, que se quedó viuda porque su esposo (al que en su época, los Fedeli identificaban con el Papa) murió a la vida espiritual al dedicarse exclusivamente a los asuntos temporales.
Entonces y siempre, razón ardida en razón de amor. La luz pues, pero luz caliente que llega, toca a los demás y abrasa. Luz operativa, cuya claridad da vida a todo pensamiento y, como quería otro poeta muy ligado a mi pensamiento:
Yo soy dios
Cuando amo,
Piedra tú que vive,
si mi amor te toca.
Muchos de nosotros nos sorprenderíamos si alguien nos dijera que a lo largo de nuestra vida, hemos cometido involuntariamente actos de iniciación, ya que lo iniciático se considera habitualmente como parte, bien del mundo de la ciencia —y como tal, analizado y estudiado por historiadores, etnólogos o antropólogos— o bien del ámbito de las sociedades e iglesias que prometen, a cambio, otro mundo mejor a sus adeptos.
Es cierto que la iniciación existe desde que los hombres empezaron a organizarse en sociedad, y precisamente para lograr una mejor adaptación social y religiosa del miembro iniciado, adquiriendo en la mayoría de las ocasiones la condición plena de miembro de la sociedad que lo iniciaba.
Sin embargo, la “iniciación” se da, de modo espontáneo, a veces voluntario y racionalmente asumido o provocado, en toda vida humana que se plantee su propia autenticidad, tomando conciencia de sus propias crisis, pruebas, angustias, pérdidas y reconquistas sucesivas del propio “yo”, y muy a menudo de modo tal y como muchas sociedades iniciáticas plantean sus ritos, “viviendo” una muerte con resurrección inmediata en distintas condiciones. Y esto sucede, porque en momentos de crisis total del individuo sólo una esperanza parece capaz de salvarnos: la expectativa de poder empezar de nuevo.
Este deseo inconsciente o semiconsciente, lleva a la voluntad de tomar parte en determinadas “pruebas” de regeneración, al uso de los antiguos héroes de las leyendas —que por otra parte no hacen más que retomar simbólicamente los grandes temas de los gestos creadores o regeneradores de los dioses míticos— y que consiguen
Esa nostalgia de una “renovación” iniciática, que surge a menudo de lo más recóndito de nuestra conciencia, no es más que el deseo de encontrarle un sentido positivo a la muerte, al aceptar el propio “tránsito “ —y aquí una vez más el lenguaje deja de ser inocente— como un rito de paso a un modo superior de ser.
Quiero ahorraros, por la amplitud del tema y la existencia de numerosos tratados de grandes antropólogos, desde Fraser, Turner, Levy Strauss o Mircea Eliade, la descripción y alcance de los conjuntos de ritos y revelaciones orales con los que nuestros hermanos de todas las edades han querido conjugar la muerte, muchas veces a riesgo de caer en las redes de las propias estructuras cerradas de sectas e iglesias, operadas sabiamente por chamanes y sacerdotes, ya que las pruebas tienden siempre a hacer gozar al neófito de una vida totalmente diferente de la anterior a la iniciación, a convertirse, en definitiva, en “otro”. Y a menudo sucede que la filiación de iniciado en relación al maestro o maestros iniciantes, crea relaciones de dependencia, trágicas para los individuos sujetos a la posible manipulación de conciencia, y sólo a merced de la buena fe y probidad del senado iniciador a los misterios.
Me centraré sólo por consiguiente, en uno solo de los numerosos aspectos de la iniciación mistérica: en la consideración de la aceptación y asunción de la muerte como condición de una vida regenerada y qué relación pueda tener la operación iniciática masónica.
¿Por qué Platón creía que “morir es ser iniciado”? ¿Por qué un hombre moderno, en el sentido más amplio de la modernidad, un hombre laico, arreligioso, decide “morir” un día, “dejar de ser de otra manera”? Habría que argumentar, contradiciendo la aceptación filosófica clásica que quiere que lo que da el sentido a la vida es la muerte, que nacemos para morir, que nuestro cuerpo es “de muerte” —entre comillas y como quieren muchos textos sagrados— que por el contrario, lo que confiere dignidad y sentido a la muerte es precisamente la Vida.
Vivir, entonces, diremos nosotros, es ser iniciado. La Vida misma, es la gran ceremonia de iniciación, ya que ¿podemos imaginar un rito más completo, grandioso, magnifico y radiante que el hecho de nacer? Independientemente de los numerosos símbolos que acompañan el hecho biológico del parto de un ser humano, el hecho filosófico del nacimiento es el principio del arco luminoso que describe el gran compás de la vida hasta el otro gran acto vital después de su declinar en Occidente, el Ocaso, la muerte biológica, no menos gloriosa y que no seria más que un fin de camino tras el cual se regresa siempre a Oriente.
Vivir es ser iniciado. Pero se puede vivir también de modo irracional, oscuro, simplemente vegetativo. Necesitamos de revoluciones en nuestra vida, que renuevan nuestro ser más intimo y nos impidan declinar antes de tiempo, dejarnos llevar de la angustia que nos deparan nuestros fracasos materiales y de convivencia con los demás. Y necesitamos de procedimientos. Necesitamos hacer patente esa voluntad de morir antes de tiempo a una ideología impuesta con violencia a veces desde la infancia, a modo de procedimiento social, a infinidad de superestructuras ideológicas sembradas en nuestra mente por numerosos agentes de sectas y religiones que, con el pretexto de ser “verdaderas”, de contener en su sistema una verdad única en el centro, buscan supuestamente nuestro bien, pero que en el fondo sólo pretenden nuestra sumisión a un orden establecido, y en la mayoría de los casos a un sistema de producción y redistribución económica previamente establecido.
La iniciación masónica -no es exclusiva de esta- es, por el contrario, un cambio, una “ renovatio “, si se quiere un retorno “ ad uterum”, una vuelta provisional al caos para ordenarlo de nuevo por la razón, en orden al único fin posible: la Luz. Una luz sin fronteras dogmáticas, que ilumina con la misma intensidad hasta los confines siderales del espacio. ¿Que para ello echamos mano de los símbolos tradicionales de la muerte ritual, vinculados a la germinación y la embriología?
Naturalmente que sí. Pero este segundo nacimiento iniciático no repite el biológico. Y no lo repite porque no quiere, aunque pudiera, porque es racional y voluntario.
Precisamente lo que distingue al profano del neófito y posteriormente del iniciado, es esa libertad de opción que entraña la voluntariedad de la muerte iniciática dejando atrás el hecho irracional del nacimiento biológico y la posterior instrucción ideológica de un ser indefenso, filosóficamente inculto. Para ello empuñamos el instrumento mágico —y no dudo en llamarlo mágico— que nos diferencia de los animales, el libre albedrío que nos decide a ser libres para siempre: dejamos de temer la muerte biológica porque hemos asumido una vida libre que nos lleva directamente a la luz de la razón, a la comprensión del mundo en su totalidad armónica, separados para siempre de sectarismos y doctrinas unilaterales y dogmáticas, imaginadas expresamente pata aprisionarnos.
Precisamente Mircea Eliade, ya citado anteriormente, en sus “Patterns of initiation”, serie de conferencias pronunciadas en la Universidad de Chicago en 1956, dice que “en términos modernos podríamos afirmar que la iniciación pone fin al hombre natural, introduciendo al novicio en la cultura”. Fin de la cita. Ahora bien, la cultura que asumimos los masones tras nuestra iniciación, no está considerada como un bien estático, como un mero depósito de conocimientos y prácticas, sino como un procedimiento dinámico y dialéctico que opera, se mueve,, crece y se ramifica socialmente por el ejercicio del pensamiento. Y ese es precisamente el pensamiento, uno de los instrumentos fundamentales del masón.
La iniciación al libre pensamiento sería pues, a mi juicio, la iniciación masónica por excelencia, y asume también, ¿por qué no?, toda el ansia, toda la angustia, la sed de espiritualidad que las iniciaciones primitivas, aun no degeneradas, dejaban traslucir, ya que la búsqueda de la trascendencia no es incompatible en manera alguna con la libertad de la función de pensar que concede a sus fieles la testa iluminada de la Diosa Razón.
Pero, ¿cómo se incendia la razón para que todo lo que toque se ilumine? ¿Para que sea la mater genítrix de todo incendio? El amor es la piedra incendiaria, la palabra iniciática por excelencia, que al abrasar libera para siempre de la muerte.
Para explicarme mejor y resbalar con suavidad y también con una cierta autoridad iniciática hasta el fin, vais a permitirme la licencia de recurrir a unos viejos maestros que de amor creían saberlo todo y en efecto, algo debían de saber porque les llamaron y reconocieron como los “Fieles de Amor”.
Los “Fedeli dAmore”, de los cuales podéis ampliar conocimientos en los Studi mii Fedeli d'Amore de Ricolfi, o fi lenquaqqio seqreto di Dante e dei fidel] dAmore de Luigi Valli, nacieron como seguramente sabéis, alrededor de lós siglos XII y XIII en la Europa culta definida entre Provenza, Francia, Bélgica e Italia, en forma de milicia secreta y espiritual para servir al culto de la que llamaban “Mujer Única” y la iniciación al misterio del amor. Que utilizaran un lenguaje oculto, el parlar cruz, no es sino uno de los signos más entrañables de su actitud iniciática, que pertenece no sólo a la época, sino por excelencia a todo ser dispuesto a desentrañar a través del amor los misterios de la vida y la muerte, que yo considero aquí como un Todo.
Pero no me voy a referir a Dante, el Fiel de Amor por excelencia, aunque la tentación sea grande, sino a un poema concreto de Jacques de Beisieux quien a través de sus versos en el llamado C'est des fiez d'amours, requiere una más profunda interpretación del amor, descuartizando en el juego semántico y poético la misma palabra AMOR.
Dice así el poeta místico:
A seno fíe en se partie
Saz,s, st mor sen elle n,ort;
Orl'assemblons, s'aw-ons sansn,ort
Lo que quiere decir, que la parte de la palabra Amor, A, significa Sin, y la siguiente, mor, quiere decir muerte. Por lo tanto, uniéndolas, sabremos que Amor quiere decir SIN MUERTE.
A través del amor, pues, puede vencerse a la muerte. El amor despierta al profano de su letargo, le hace desear vencer a la muerte. “Amor Omnia Vincit”, asegura la sentencia latina. El amor todo lo vence y bajo su Imperio, los hombres se desdoblan hacia los demás, dándose, y al darse en ese movimiento fraternal, vencen ese dispositivo de muerte individual, universalizando su existencia.
Y el Amor es el segundo instrumento fundamental del FrancMasón- Instrumento que nuestros maestros Fedelí d 'Amare objetivaban en el culto a la “Viuda que no es viuda”, como llamaban también a su Madonna Intelligenza, que se quedó viuda porque su esposo (al que en su época, los Fedeli identificaban con el Papa) murió a la vida espiritual al dedicarse exclusivamente a los asuntos temporales.
Entonces y siempre, razón ardida en razón de amor. La luz pues, pero luz caliente que llega, toca a los demás y abrasa. Luz operativa, cuya claridad da vida a todo pensamiento y, como quería otro poeta muy ligado a mi pensamiento:
Yo soy dios
Cuando amo,
Piedra tú que vive,
si mi amor te toca.
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