miércoles, junio 29, 2005

Apuntes sobre Janus y San Juan

Hubo un pueblo en la Antigua Italia, que desempeñó un gran papel en los primeros días de Roma, pero que absorbido paulatinamente por los latinos, acabó por fundirse con el pueblo rey, viendo desaparecer su nacionalidad de la escena de la historia; fue éste, el pueblo Etrusco. Su lengua, sus libros, casi todos sus monumentos, hace ya muchos siglos que desaparecieron, y desde aquel entonces, las más densas tinieblas se ciernen en torno suyo. Algunos Jarros pintados, tumbas adornadas de magníficos bajorrelieves, espejos metálicos, discos y platos, una arquitectura particular adoptada para el adorno de las grutas sepulcrales –monumentos que algunas excavaciones hechas en Toscana han dado a conocer- junto con algunos girones de su historia que nos dejaron los griegos y los romanos, he aquí todo lo que nos resta de este pueblo grande y célebre, que brilló un día por su civilización, igual cuando menos, si no superior, a la de los asirios, de los egipcios y los griegos. A este pueblo es la que debió Roma sus leyes, sus costumbres y su religión durante las primeras edades de la Monarquía y de la República.

Entre los genios o los dioses que fueron considerados como indígenas de este pueblo, a los que Roma adoró más tarde de una manera muy particular, el más notable e importante de todos, fue Janus o Than. Este dios presidía simbólicamente el principio de todas las cosas. <> era un proverbio que el pueblo etrusco tenía en mucho, por lo que se puso bajo el patronato de esta divinidad bienhechora; presidía también el primer mes del año al que dio su nombre; abría de día, y de noche vigilaba las moradas e impedía que las Lemuras – genios maléficos que esparcían el espanto y habitaban en los techos y tejados- entraran en los dormitorios para atormentar a los mortales, quitándoles el sueño; así es, que los etruscos y romanos le estaban tan reconocidos para demostrarlos palpablemente, le invocaban siempre el primero, con preferencia a todos los demás dioses, en los sacrificios, y cada día al amanecer, así como cada principio de año, la primera invocación de todo fiel adorador de los dioses, se dirigía a Janus padre de la mañana, (Pater matinus). Entre las estatuas de los lares, era la primera y la más preferida la suya, la que la familia cuidaba con más solícito cariño y adoraba con más fervorosa y confiada devoción. Consagrábanle las casas y edificios, por lo que su estatua figuraba sobre la puerta principal de todas ellas. Jamás recibía las ofrendas de la piedad y como el más modesto de los lares, se contentaba sencillamente con incienso, vino y tortas. Pero no sólo conocía y presidía Jano el principio de todas las cosas, sino que también conocía el fin. Era, pues, además, un dios augural que conocía el pasado y el porvenir, que en su benevolencia se dignaba revelarlo a los piadosos mortales que se lo pedían. Por eso sus estatuas tenían una cabeza con dos o cuatros caras y sus templos otras tantas aberturas. Así es que los fieles, al ver la imagen o alguno de sus templos sagrados, recordaban por este símbolo, la potestad que tenía Jano de conocer el pasado y el porvenir; de abarcarlo todo a la vez con su mirada; tanto lo perteneciente al dominio del mundo físico, como del intelectual. Representábanle con una llave, porque decían, todo lo abre y cierra, todo lo empieza y lo acaba. Por él, añadían, todo nace y vive, y crece y se desarrolla; inspira las concepciones al genio y las da a luz; organiza y dirige las trabajos; franquea las puertas del cielo, que dan paso a la luz y a los deslumbrantes y vivificadores rayos del sol, y lo presenta a la vista de los mortales; sustenta las eras nutriéndolas de espesas gavillas del dorado grano; hace surgir los manantiales que alimentaban los ríos, etcétera.

En el sentido metafórico, inauguraba las luchas y los combates, con lo que viene a transformarse en genio de la guerra; y bajo este aspecto, la belicosa nación que un día debía someter al mundo, no podía dejar de honrar y rendir ferviente homenaje al dios portallaves, y de aquí la erección del famoso templo de Janus Quirinus, que cerraban en tiempo de paz y permanecía constantemente abierto en tiempo de guerra.

Achaques fue de los antiguos imaginar seres humanos, guerreros, legisladores y héroes en los dioses que adoraba el vulgo; y aun los modernos creyeron dar pruebas de ingenio y de sana crítica, copiando y modificando aquellas concepciones, presentándolas bajo nuevas fases. Según muchos de los escritores, Jano fue un príncipe que reinó en la Italia Central, en el país de los Aborígenes, llamado después Lacio. Aunque las naciones itálicas sometidas a su imperio, fuesen indígenas, él era extranjero. ¿De dónde venía? Según unos, de la Tesalia, del país de los Ferebos, o de Delfos; otros se contentan designándole como originario de la Grecia, sin indicar a qué raza pertenecía. No faltan judíos y también cristianos, que hayan estampado que no era otro que Noé, a causa de cierta semejanza que creyeron descubrir entre su nombre y el de una palabra hebrea que significa Vino. Pero sea cual fuere su origen, Jano, como todos los héroes mitológicos, civilizó las familias salvajes y errantes del Lacio; fundió las razas enemigas concentrándolas en poblaciones y acostumbrándolas a la vida social; instituyó el matrimonio, les dio leyes y les enseñó las artes, la escritura y la agricultura. Durante este tiempo, Saturno, arrojado del trono por su hijo, fue a buscar un refugio en Italia; Jano le acogió benévolamente y lo asoció a su imperio. Lleno de reconocimiento, el ilustre y divino desterrado, le ayudó poderosamente en sus trabajos civilizadores y fomentó en gran manera la agricultura. El reinado de Jano fue felicísimo y ha sido cantado y ensalzado por los poetas, como el más grande de los príncipes de la edad de oro, y de los bienhechores de la humanidad. Así es, que Jano, el mensajero de luz, el civilizador, el iniciador por excelencia, fue siempre el abogado y patrón de los iniciados, puesto que a él debíase también la institución de los misterios y de las iniciaciones. Al abrazar el cristianismo, los iniciados Masones tuvieron que escoger un santo por patrón, en sustitución del dios pagado que hasta aquel momento les había auspiciado; y encontraron a Juan, que, mensajero igualmente de luz, precursor de una nueva civilización e iniciador por excelencia, puesto que fue el que inició al Redentor confiriéndole el Bautismo, hubo de merecer desde luego toda su preferencia. Hay más, desde el origen de los misterios los iniciados celebraron siempre, como patronal, la fiesta de los Solsticios dedicada a Janus; y la de Juan, por rara y misteriosa coincidencia (como que no era más que una metamorfosis del antiguo mito para amoldarlo a la nueva religión) caía precisamente en la misma época y en el mismo día, y hasta la misma significación simbólica. ¿Quién podía poner, pues, en duda, que a Juan, y no a otro habían de elegir los Masones neocristianos máxime cuando entre éste y Jano, sólo podía exigir el cristianismo la introducción de algunas ligeras variantes en el ritual, para amoldar las ceremonias al carácter y al ceremonial del culto cristiano? Lo escogieron, pues, sin titubear, no cabe dudarlo; y aunque no existieran otras razones confirmatorias, bastarían las consideraciones que se desprenden de los datos que someramente dejamos apuntados, para adquirir esta convicción. Pero a pesar de la deficiencia de la historia, ésta nos suministra, no obstante, un argumento concluyente. Como acabamos de manifestar, está bien probado, que los Masones, desde la fundación de los Colegios romanos hasta nuestros días, han celebrado siempre invariablemente las fiestas solsticiales, como la mayor solemnidad de su instituto: la única diferencia que ofrecen, sin que por esto hayan perdido nada de su primitivo significado, es, que los paganos las celebraban bajo la advocación de Jano y los cristianos bajo la de San Juan. Queda, pues, plenamente evidenciado el origen incontestable del nombre de San Juan, con que se distingue la Francmasonería universal, y racionalmente explicado el simbolismo y la única interpretación masónica que cabe darle.

* Diccionario Enciclopédico de la Masonería.

Lorenzo Frau Abrines. Tomo III Editorial del Valle de México. Págs. 1774-76.; 1976.

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